Lealtad constitucional
La opinión pública se ha desgarrado las vestiduras ante unas recientes frases de Xabier Arzalluz. No trato aquí de defender a mi admirado amigo, porque al dirigente nacionalista le sobran agallas y recursos para defenderse solo si estima conveniente. Pero creo útil denunciar cuánto fariseísmo hay en este escándalo y cuáles son las exigencias, no siempre señaladas, de una auténtica lealtad constitucional.Sin duda, hacerlo no será muy popular; pero hace tiempo que renuncié a ser "popular" en muchos sentidos del término, y opté por servir a mi pueblo, siempre a su disposición, respetando sus decisiones, pero sin halagar sus más oscuras pasiones; entre otras no menos peligrosas, la permanente búsqueda de un enemigo interior entre quien es y se siente diferente.
La Constitución es, a la vez, dos cosas: una norma que regula quién y cómo se manda y un instrumento de integración política. La lealtad a la norma no es otra cosa que su recto cumplimiento, su acatamiento. La integración es cuestión de afectos. Pero sólo a través de lo primero, el acatamiento, se pueden comprobar los segundos. La leaItad no se mide ni por la, duración de las fiestas ni por la abundancia de banderolas.
Que el nacionalismo vasco no dedica sus afectos a la Constitución es cosa sabida desde el referéndum de 1978. Lo es menos que tal despego se debe a la más que estúpida actitud del entonces Gobierno a concordar una fórmula de disposición adicional suficientemente respetuosa con los derechos históricos vascos. Repitiendo el error de Cánovas, se acordó sustancialmente el huevo, pero se negó el fuero -la identidad- y se creó un agravio estéril cuyos ecos oímos de vez en vez. Sólo en el Estatuto de autonomía, verdaderamente pactado, se remedió parcialmente tal dislate. Sin embargo, el Gobierno vasco y el PNV, como ha dicho Arzalluz en frases no tan comentadas, "acatan" la Constitución. No sólo cumplen las normas constitucionales, sino que, con una actitud más que responsable, se enfrentan a la violencia -con la eficacia posible y no con retórica gratuita-, participan activamente en el funcionamiento de las instituciones y contribuyen a la estabilidad gubernamental. Y la estabilidad que permite gobernar es inherente a la lealtad constitucional, aunque los resultados concretos de la estabilidad gubernamental puedan no gustarnos a todos.
La lealtad constitucional es Máxima virtud cívica y, por ello, debe no sólo proclamarse frente a tercero, sino servir de autoexigencia a todos. Y todos, gobernantes y gobernados, fuerzas políticas e instituciones sociales, podríamos intensificar, más con hechos que con palabras, nuestra lealtad constitucional. Y si mucho puede exigirse de los políticos, no estaría de más que la sociedad civil, sus instituciones y medios, hicieran también examen de conciencia.
Porque es deslealtad constitucional la crítica desmesurada de las instituciones, su descalificación permanente y hasta su befa. Si la democracia constitucional española adolece de numerosos y graves defectos que es preciso conocer y denunciar para corregir, no cabe descartar de un plumazo, nunca mejor dicho, los valores y las técnicas inherentes a su establecimiento y funcionamiento.
Y también es deslealtad constitucional reducir la norma suprema a una mecánica puramente formal que la acumulación de poder y el uso y abuso de dicho exceso de poder vacían de contenido.
Y si el fin de las hegemonías (que ojalá nunca y en ningún sentido se reproduzcan) parece corregir tales peligros, no dejan de surgir otros en sentido diverso. Porque no es leal a la Constitución, aunque diga respetar su letra, quien propugna opciones contrarias al orden económico en el que la Constitución viva se inserta y cobra sentido. Y es deslealtad constitucional el bloqueo de las instituciones y la radicalización de la confrontación política hasta transformar la polémica de quienes son miembros del mismo cuerpo político en tajadura mortal de ese cuerpo.
Es claro que las autonomías, sus instituciones y fuerzas políticas, han de acatar las disposiciones constitucionales. Pero la lealtad, que con razón se predica, ha de comprender para todos la Constitución toda, incluido el reconocimiento de los hechos diferenciales que late en su artículo 20 y los derechos históricos a los que se refiere la adicional 1ª Considerar estas partes sustanciales de la Constitución mera retórica no es tampoco leal. Pero lo es menos aún la descalificación permanente de los hechos diferenciales y los intentos de marginar las fuerzas políticas que les son propias, incluso cuando realizan una política que, se esté o no con ella, es para España entera.
Toda Constitución eficaz es una transacción, y quienes tuvimos el honor de hacer la nuestra sabemos que no fue una decisión unilateral e incondicionada de una mítica voluntad constituyente, sino un gran "pacto de unión de voluntades" al que contribuyeron como actores fuerzas políticas y sociales, institucionales y realidades nacionales. Eso y no otra cosa fue el consenso. En lo que hace a los estatutos de autonomía vasco y catalán, esta naturaleza paccionada es más clara todavía, aunque sólo la exprese, con fórmula feliz, el Fuero navarro de 1983. Pocos meses antes, hablar de "pacto" se había considerado inaceptable.
Pues bien, la lealtad al pacto consiste en seguir pactando, porque es principio general que el cumplimiento de lo pactado no puede quedar al arbitrio de una de las partes. La disponibilidad al acuerdo, a lo que le precede, el diálogo, y lo que le sigue, el mantenimiento de la palabra dada; la promoción de la cultura del acuerdo es pieza clave de una verdadera lealtad constitucional. Sólo así la Constitución servirá a la integración. Una integración que no se obtiene creando maniqueos de los que escandalizarse, sino "salvando la proposición del prójimo".
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