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El corazón de Burundi

El padre del asesinado presidente Ndadaye pide reconciliación con justicia mientras el país se disgrega

Alfonso Armada

No sólo está en el corazón de África. Basta echar un vistazo a la silueta de Burundi para comprobar que tiene forma de corazón. Al igual que su vecina Ruanda, con la que comparte historia, pasado colonial, desequilibrio étnico, superpoblación, pobreza y matanzas, Burundi también. es conocida como país de las mil colinas. Para alcanzar la tierra del presidente Melchior Ndadaye, asesinado en octubre de 1993, hay que seguir sendas de tierra que suben y bajan al compás de la orografía, atravesar puentes de temblorosos tablones y preguntar en cada encrucijada del camino. Pie Ndadaye, de 63 años, el padre de Melchior, vive en Nyabihanga, 150 kilómetros al este de Bujumbura, la capital, donde los principales partidos negocian desde hace tres meses para evitar que la voz de la sangre vuelva a encharcar Burundi.Cinco millones y medio de habitantes quedaron marcados por la tragedia de octubre, una catástrofe nacional que pasó casi inadvertida para Occidente: no sólo quedó segada la experiencia democrática (Ndadaye fue elegido por una mayoría aplastante en las primeras elecciones libres del país), sino que la mayoría hutu se rebeló contra los tutsis, la minoría que controla el poder, la educación, la justicia y el Ejército en Burundi desde el siglo XVIL Las ruinas de la venganza sufrida por los tutsis salpica el país. Los tutsis padecieron en su carne y en sus haciendas la rabia hutu. Hasta que el Ejército volvió a tomar el control de la situación. Desde entonces, las ciudades, las colinas y las comunas se han balcanizado. Los hutus no han olvidado la revuelta de 1972, en la que el ejército tutsi vengó la vida de 1.000 de los suyos con una represión feroz: cerca de 200.000 hutus murieron y otros 100.000 huyeron a los países vecinos.

Una suerte de fiebre étnica se ha apoderado del país: los tutsis se han agrupado junto a los acuartelamientos y los hutus han impuesto la uniformidad étnica donde ya eran mayoría. El asesinato de Ndadaye quería poner punto a un programa de cambio democrático que los todopoderosos tutsis consideraban una auténtica revolución. "El orden está bien como está", concluía un manifiesto publicado en Bujumbura apenas 10 días después del asesinato de Ndadaye. Entre las perlas del panfleto se encuentran algunas dignas de entrar en una antología del racismo: "Debéis identificar a los hutus así como sus domicilios, ya sea en el campo o en vuestros barrios, para que cuando llegue la hora sepáis a quién salváis, y a quién matáis".

Desde octubre, Burundi no ha vuelto a ser el mismo. La tensión se palpa no sólo en Bujumbura, donde barrios como Kamenge o Cibitoke sufren constantes operaciones de limpieza del Ejército, sino en el interior del país. El ruido de un motor hace poner pies en polvorosa a los habitantes de los rugos (vivienda tradicional de Burundi, compuesta por una cabaña y un cercado para guardar el ganado). Porque los soldados suelen venir en coche. Cuando comprueban que no son soldados acuden al camino para saludar con un fervor inusitado. Brotan decenas de niños y mujeres vestidas con colores tan vivos que hacen palidecer a la lujuriosa vegetación del país.

Pie Ndadaye viste camisa y pantalón azul, cazadora blanca en la que a duras penas sobreviven dos botones, calcetines rosa, zapatos negros y sombrero cuarteado. El padre del presidente Ndadaye es un vecino más y accede a conversar en la trastienda de un bar que dispensa cerveza Primus (la primera industria del país), patatas, cuerda de cáñamo, cuencos y escobas. Pie Ndadaye no quiere alimentar el rencor, pero proclama sin ambages: "Sin justicia es imposible la reconciliación. Tanto los asesinos de mi hijo como los que han cometido matanzas deben ser juzgados y condenados". En ello no difiere ni un ápice del análisis de Amnistía Internacional, que ensus informes sobre Burundi y Ruanda no deja de insistir en que si no se pone fin a la impunidad de los crímenes la paz no llegará nunca.

Pero sin verdadera implicación internacional es difícil que las cosas cambien: no sólo el 95% del Ejército está formado por tutsis, sino que de 241 magistrados sólo 13 son hutus.

El alcalde de Nyabihanga, Françoise Ndikumana, tiene 37 años, cuatro hijos y una moto. Para localizarle en sábado hay que recorrer decenas de kilómetros por caminos de tierra y pedruscos. Al fin aparece en lo alto de una colina, rodeado de una parte de sus vecinos. Celebraban un acto político. Ndikumana es miembro del hutu Frodebu (Frente para la Democracia en Burundi), pero confía a machamartillo en las conversaciones de Bujumbura y participa de la visión del presidente interino, Sylvestre Ntinbantunganya, que ha optado por la política de hacer concesiones a la oposición para gobernar el país "y llegar a la paz". Considera que el Ejército, "hoy día monoétnico", debe convertirse, paulatinamente, en un "Ejército nacional".

El mensaje que trata de inculcar a sus vecinos es "mantener la calma y hacer el trabajo de cada día". En su comuna viven 60.000 personas, con un 80% de hutus, y asegura que en el mes de octubre no hubo muchos incidentes: 54 muertos en la zona, 27 a manos de los militares y 21 en enfrentamientos. Nyabiyanha está a punto de sellar su hermanamiento con el municipio español de Palma de Mallorca. Gracias al acuerdo, y con financiación mallorquina y mano de obra local, será construido un hospital (sólo dispone de un dispensario que, para colmo, no funciona), una escuela secundaria y se llevará a la comarca, una de las más olvidadas por el Gobierno de Bujumbura, agua corriente y luz eléctrica. Para ello será necesario que el corazón de Burundi vuelva a bombear en paz.

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