Cité Soleil aún cree en Gary Cooper
Cada noche, las calles son escenario de fríos asesinatos que dejan en la cuneta una aurora de cadáveres y basura
El soldado norteamericano no tiene más de 23 años. Es bajito; con todo lo que lleva puesto, parece más ancho que alto. Desde el lunes le ha tocado vigilar Hasco, el ingenio azucarero estatal pegado a Cité Soleil, el Soweto del Caribe que reúne a lo más pobre entre lo pobre, aunque más miserable aún es Cité Carton, un maloliente subinfierno dentro del infierno mismo. Cité Soleil fue bautizado así por la mujer del primero de los Duvalier, que lo fundó. Es decir, Duvalier fundó la miseria, y su esposa, para entretenerse, creó el gueto de beneficencia. Desde entonces el gueto ha crecido y nadie sabe cuánta gente malmuere en él, quizás un millón de almas metidas en sus cuerpos negros: víctimas del racismo de la clase alta, la cúpula militar mulata.El sol, en Cité Soleil, no es sol. Es un castigo más.
Al soldado bajito le toca vigilar Hasco. Forma parte de la barrera que impide la entrada al callejón que conduce a las instalaciones. Unos metros a su espalda, hay otra fila de norteamericanos, y dentro de la fábrica están los sicarios del régimen que hoy llaman provisional, tipos encargados de la seguridad, sin interés para el soldado.
Frente al soldado, que odia esta misión, hay un grupo de muchachos aproximadamente de su misma edad que han caminado los pocos centenares de metros que les separan de Cité Soleil, donde viven, para pasarse aquí las horas muertas, mirándolo, porque allí no hay nada que hacer. Es más, todo Puerto Príncipe, todo Haití, no tiene nada que ofrecer a una juventud privada de futuro desde que dio la primera patada en el extenuado vientre de su madre.
Jean es uno de ellos. Cada día camina hasta Petion Ville -unos diez kilómetros, la mitad en cuesta-, en donde un amigo trabaja en un hotel y le da un poco de comida. Luego regresa también caminando. Lo que pasa es que, cuando llega a su barraca de ladrillo y uralita, tiene de nuevo hambre.
El gueto vive, por llamar a eso de alguna manera, de lo que va cayendo. Del esfuerzo de diversas clases de monjas a las que se deben el orfanato, el dispensario, el hospital: bienes preciosos, pero insuficientes. De alguna organización humanitaria a la que nunca le alcanza para la enorme boca que lo traga todo.
Una mañana en Cité Soleil es Ana lección sobre el trasiego, la carga, el menudeo. Quien ha conseguido unos sacos de arroz para venderlos en la calle del Mercado camina arrastrándolos, sacando fuerzas de su desesperación; quien ha obtenido un par de viejos zapatos -seguramente de una de las manifestaciones pro Aristide: cuando la gente huye por el terror deja detrás una cosecha de sandalias y zapatillas- los ha dispuesto encima de un trapo, en el suelo, y aguarda que alguien se interese" nimbado por diversos hedores, moscas, polvo e indiferencia.
Madelaine, de 20 años, la cabeza poblada de trencitas, no tiene nada que vender. "Ni papá ni mamá que me cuide", añade, "pero tengo una hija de dos años y no sé cómo sacarla adelante. El embargo nos oprime. Quiero que esto cambie, quiero tener un presidente para que arregle las cosas". De una guarida cercana surgen dos chicas más: Jacqueline y Antoinette, que son muy guapas. "Aquí la mayoría de la gente está a favor de Aristide, pero hay mucho attaché (esbirro civil del régimen, asesinos) que nos hace daño".
Cada noche, las calles de Cité Soleil son escenario de fríos asesinatos que dejan en la cuneta una aurora de cadáveres y basura. Desde que empezó la invasión pacífica norteamericana, han callado los tiros y -aunque las monjas que trabajan aquí son bastante escépticas: demasiado tiempo sin soluciones- un estremecimiento de esperanza recorre el gueto. Los attachés se esconden ahora, y los demócratas, poquito a poco, se atreven a salir, a pesar de que muchos todavía no han regresado del campo, al que huyeron la semana pasada, antes de la invasión. El dispensario, diariamente abarrotado con más de cuatrocientas personas, está ahora casi vacío.
En círculos cercanos al presidente Aristide, que se preparan para gobernar el país, se cree que la solución para Cité Soleil es la misma que para todo Haití: estabilidad política que garantice los derechos humanos y, en este contexto, un plan de promoción social que incluya educación, sanidad, alojamiento, producción. Más fácil de decir que de hacer en un país que ha perdido en producto interior bruto, en los últimos tres años, unos quinientos millones de dólares: la misma cantidad que Estados Unidos ha invertido en la operación de estos días.
Ives, de 21 años, un rostro expresivo y un torso escuálido enfundado en una camiseta, es muy claro: "Irá bien que levanten el embargo, pero eso es lo que menos me importa. No quiero a esos hombres en mi país. Que los americanos los echen". Esos hombres son los militares, los verdugos. Ives se interrumpe, fascinado por el sonido de una decena de helicópteros que irrumpen en Cité Soleil en su camino del aeropuerto al muelle. Se despide y trepa hacia el techo de uralita de una barraca, con el aire de un chiquillo feliz en día de fiesta.
Al contrario que en Panamá, quienes apoyan en Haití la intervención son pobres y patriotas. Y aún tienen ilusiones. El soldado norteamericano que odia esta misión lo sabe bien: habla con ellos cada mañana, y su entusiasmo le conmueve tanto como su miseria. Quizás por eso odia esta misión. No aguanta la idea de defraudarles.
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