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INTERVENCIÓN EN EL CARIBE

Aristide y Cédras, de la colaboración al odio

Pocos recuerdan que el militar salvó la vida del sacerdote el día del golpe

Encarnan, a ojos de la comunidad internacional, el bien y el mal. La justicia y la arbitrariedad. La nobleza y la perfidia. El sacerdote Jean-Bertrand Aristide, de 40 años, y el teniente general Raoul Cèdras, de 45, son los dos rostros de la crisis haitiana. El primero, como presidente depuesto por un golpe de Estado que cortó de raíz el primer experimento de democracia real en este. empobrecido país caribeño. El segundo, como cabeza visible de la dictadura. Dejando de lado los hechos políticos objetivos (hubo elecciones en 1990 ' hubo un derrocamiento y hubo y hay un régimen impuesto por las armas), los perfiles de los dos protagonistas, sin embargo, responden a esquemas simplificados.Sus iguras han dado la vuelta al mundo: Aristide, hombre de pequeña estatura, sumergido en la lucha de los pobres. Un valiente. Cèdras, tipo silencioso, siniestro, dentro de su uniforme. Un represor.

En el diseño de estos trazos ha entrado en juego toda una estrategia de la imagen a la que Estados Unidos, el tercer protagonista, no es ajeno. No,hay que olvidar que la Administración norteamericana, con la inestimable ayuda de los medios de comunicación, es maestra en el arte dé satanizar o santificar líderes políticos de un día para otro: ahí está Manuel Antonio Noriega. O el propio Jean-Bertrand Aristide, peligro público número uno y "paranoico con certificado psiquiátrico" cuando fue elegido y depuesto -habría que preguntarle a la CIA, por cierto, en qué andaba durante el golpe de Cédras- y ahora paseado bajo palio con la ayuda de Washington.

Los perfiles están ya en la mente de todos. Y cuesta imaginarse a Aristide animando a las masas enardecidas a asaltar las viviendas acomodadas o alabando el olor de la carne humana quemada, en referencia a esta modalidad de venganza popular que consiste en abrasar viva a una persona embutida en un neumático. Como cuesta imaginarse a Raoul Cédras salvando la vida de Aristide el día del golpe. Pero éstos también son hechos.

Nadie tomaba en serio a Jean-Bertrand Aristide, un cura salesiano dedicado al trabajo en las barriadas más miserables (los bidonvilles) de Puerto Príncipe, cuando se presentó como candidato a las elecciones de 1990. Nadie pensaba que pudiera hacerle sombra a Marc Bazin, ex ministro de Finanzas, hombre culto y moderado y candidato de Estados Unidos.

Nadie, salvo sus feligreses, que sentían cómo los sermones en creole (la lengua haitiana) de aquel pequeño cura los sacaba de la cochambre diaria. Con la teología de liberación por bandera, con sus mensajes de amor al prójimo y de justicia, Aristide se encontró el 16 de diciembre de 1990 con el 67% de los votos. Hablaba con parábolas y le miraban como a un dios.

"Aristide nunca tuvo un programa político definido. Simplemente se creyó el nuevo Mesías y funcionaba a base de demagogia. Su Gobierno,era un desastre, con gente muy poco preparada. Y eso no era lo más adecuajo en un país tan desarticulado", recuerdan en Puerto Príncipe fuentes diplomáticas.

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Una intentona golpista a un mes de su triunfo electoral empeoró las cosas. Su protagonista, el general Robert Lafontant, fue encarcelado y ejecutado poco antes del derrocamiento de Aristide, el 30 de septiembre de 1991.

La clase acomodada estaba espantada por los mensajes incendiarios del sacerdote, que se convirtieron en la música de fondo de las enfurecidas lavalas (avalanchas, grupos ciudadanos decididos a vengarse de la historia a golpes y fuego).

En palabras de Aristide, aquello era "violencia no activa contra la violencia terrorista". Nadie ha olvidado las fotos del cadáver mutilado y abrasado de Sylvio Claude, líder del Partido Demócrata Cristiano. A Claude le colgaron un neumático al cuello y lo quemaron vivo.

"La gente cree que había democracia, pero tenía usted que haber conocido esos nueve meses de Aristide", musita un artista e intelectual haitiano, luchador por los derechos humanos y nada adicto al actual régimen. "hizo mucho daño moral a este país, tanto como Duvalier. No supo manejarse con nadie. Proponía sacrificios mesiánicos y asustó al pueblo".

Las fuentes diplomáticas y empresariales consultadas coinciden en señalar que las posiciones adoptadas por Aristide desde el exilio lo han alejado de sus aliados políticos dentro del país. No le perdonan, dicen, su intransigencia a la hora de cumplir con la amnistía para los golpistas incluida en el Protocolo de Washington de 1992 y en el Acuerdo de Isla de los Gobernadores en el mes de julio de 1993, que habían abierto la puerta a la solución de la crisis. Como tampoco digieren sus llamamientos a la intervención. Pero esto jamás lo van a reconocer en publico.

Nadie imaginó tampoco que un militar del talante moderado de Cèdras se pusiera al frente de un golpe de Estado contra el hombre que lo llevó a la jefatura de las Fuerzas Armadas.

Cédras, mulato en un país de dura reivindicación de la negritud, pertenece a una familia acomodada de comerciantes. Hombre brillante, número uno de su promoción, pasó por la española Academia de Infantería de Toledo, época y ciudad de las que guarda muy buenos recuerdos, según personas que lo han tratado.

Siendo director de la academía militar de Puerto Príncipe, se encargó de la seguridad de las elecciones del año 1990. Tras el triunfo de Aristide, Cédras destacó por su empeño en hacer respetar la voluntad popular frente a los compañeros más duros. Este carácter conciliador lo llevó, primero, a la jefatura del Estado Mayor. Luego, a la comandancia de las Fuerzas Armadas.

Frente a su imagen de bestia negra, los que le conocen aseguran que es un hombre tímido, buen conversador cuando hay confianza y carismático. Mode kado, "rnás progresista que conservador", dicen incluso, Cèdras es, eso sí, un nacionalista, y por esta faceta no oculta su admiración por Castro.

"Lo paradójico es que Cédras y Aristide tenían buenas relaciones", comenta un político dominicano que ha seguido atentamente la crisis haitiana. "Cédras no planeó el golpe; le mostraron el plan y decidió intervenir. Presentaron un pliego de reivindicaciones que Aristide no respondió. Al día siguiente entraron en el palacio presidencial".

Aristide firmó su renuncia y, según testigos del momento, estuvo a punto de ser, ejecutado. Fue Cédras quien se interpuso entre, la ametralladora, del hoy jefede policía, Michel François, y el depuesto mandatario.

Cédras se comprometió con la democracia y el Parlamento siguió funcionando. Después de tres años, sin embargo, Haití no ha salido de su oscuro laberinto. La cúpula militar está acorralada, y el país, deshecho por la miseria, el embargo, la represión. El teniente general quiso ponerse al frente de un "barco que se hundía", según dijo en octubre de 1991. Pero sus hombres han seguido abriendo a hachazos vías de agua. Ahora tienen que permanecer unidos, no caben las disensiones públicas. Si alguno mueve un pie, arrastra a los demas al fondo.

"Si Aristide no regresa y a los militares se les garantiza el exilio, el asunto se soluciona en dos días", dice un observador con buenos contactos con el régimen. "El único empeñado en traer a Aristide es Bill Clinton por las presiones de los congresistas negros. Ni el Pentágono ni la CIA, ni los mandatarios la tinoamericanos creen que su vuelta arregle nada".

Un funcionario de un organismo internacional, que expresa una opinión muy extendida entre diplomáticos y analistas, está de acuerdo. "Aristide fue elegido y sigue siendo muy popular entre las capas pobres. Pero no es suficiente. Las cosas han cambiado; su retorno significará la guerra civil. Son bandos irreconciliables".

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