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Tribuna:
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Silencio plomizo

El debate sobre la reinserción, que ha ocupado el verano político, es, como los demás problemas parciales en que se viene descomponiendo. el largo conflicto de Euskadi, un movimiento de peones en un tablero incompleto: faltan fichas y faltan casillas, las principales. Los reinsertados se supone que. renuncian a las vías violentas y utilizarán las meramente políticas, pero ¿cuáles son éstas? Sobre las supuestas soluciones políticas se ha impuesto un tabú social, que impide plantearlas y discutirlas. Mientras esto ocurra, el abordamiento del problema, en cualesquiera de sus manifestaciones parciales, estará viciado.La cuestión de fondo es que un amplio sector de la población en Euskadi, y tal vez en Cataluña, que podría ser o no mayoritario, rechaza el modelo de inclusión en España contemplado en la Constitución. Éste es el problema real; problema, digo, porque hay un extenso querer, en pueblos que tienen indiscutible complexión de tales, que no se corresponde con el querer instituido del Estado del que forman parte.

Ante la envergadura del conflicto, la única opción manejada es ganar tiempo: los partidos nacionalistas consolidan sus posiciones en el ámbito del autogobierno, del fortalecimiento de su poder factual y de sus relaciones financieras con el Estado, y dejan en una nebulosa, urdida de mensajes contradictorios, su estrategia principal. Los partidos españoles confían en que, desdramatizado el conflicto, y derrotada la violencia, pierda fuerza el empuje nacionalista (en lo que se equivocan: el franco independentismo está frenado por ETA). La sociedad, por su parte, sabe ya que algo pasará algún día, pero está bien acostumbrada a no pensar muy lejos.

Lo que sucede es que esa estrategia moratoria, consentida por todos, impide también unas políticas a corto plazo saludables y comprensibles. La confusión en el cuadro final se proyecta sobre la política de cada día, porque hablando de paz, como final del drama, no se vislumbra el escenario constitucional en que sea posible, que nunca sería el actual. Por otra parte, tanta demora en hablar puede pedir cuentas de pronto: imaginemos que se abriera, ocurra esto mañana o dentro de unos años (lo hará mejor siempre un Gobierno conservador), una posibilidad real de negociación política sobre el futuro de Euskadi. ¿Someteríamos entonces a la sociedad española al vértigo de una improvisación sobre qué está dispuesto el Estado a discutir y qué no?

La discusión sobre las otras formas posibles del Estado español debe, por ello, empezar cuanto antes, y podría hacerlo en los ámbitos de pensamiento político y social, para no comprometer prematuramente a las instancias que algún día serán responsables de una negociación.

El problema se ve dificultado por la ausencia de un debate sobre la estructuración territorial de Europa. La paulatina asunción de atribuciones y poder por las instituciones comunitarias, y los estrechos márgenes de las políticas económicas nacionales, relativizan extraordinariamente conceptos antes sagrados, como el de soberanía. Por otra parte, una decidida opción por la Europa de las regiones convertiría a la Comunidad en una estructura más o menos homogénea con un escalonamiento territorial de poderes, en el que las metafísicas nacionales perderían potencia.

Sin embargo, la exclusividad de la dimensión económica en la construcción comunitaria (a la que hay que imputar también el que en épocas de dificultades materiales la propia idea europea entre en crisis) ha impedido, hasta ahora, el planteamiento mismo del problema. La política regional de la CE aspira, ingenuamente, a lograr una cohesión económica y social sin disponer de un proyecto, o al menos unas ideas, sobre los aspectos orgánicos e institucionales, los que atañen a la arquitectura del poder y de la voluntad popular. Los pasos dados en ese campo carecen de cualquier significación real.

No es éste el momento de examinar hasta qué punto ese vacío político imposibilita un avance real en la construcción de Europa. A los efectos de este escrito, lo que importa es constatar que la inexistencia de una idea europea sobre la estructuración territorial del poder añade dificultades a la hora de proyectar un concepto de España distinto del actual y asumible por los nacionalismos.

Algunas ideas pueden, no obstante, ser manejadas. Una primera concierne al modelo de Estado. Es evidente que en la configuración actual, con las matizaciones que se quieran, se sienten cómodas todas las comunidades españolas, excepto Euskadi y Cataluña. Aceptar este hecho, siempre que se verifique democráticamente, comportaría optar por un modelo de geometría variable, a un tiempo federal y confederal, en el que el distinto sistema de inserción, fácilmente intuible en cada caso, no generara ventajas reales para nadie (el actual, que es mucho más unitario, las provoca).

Una segunda idea atañe al horizonte temporal. No sería tal vez imposible llegar al acuerdo de vincular el establecimiento de un nuevo modelo a la progresiva construcción territorial del Europa. Hay razones de coherencia comunitaria, pero también otras de puro pragmatismo. Las comunidades que alimentan una vocación confederal, o cuasi independentista, necesitarán del subconjunto español, dentro del conjunto europeo, para negociar en buenas condiciones aspectos de gran importancia, como los concernientes a la cohesión económica y los flujos de equilibrio exigidos por ella, las grandes redes de infraestructuras, o los mismos mecanismos de representación. Hay un periodo transitorio, de duración difícil de estimar, durante el que un modelo integrado, como el actual, proporciona ventajas negociadoras respecto de otro más complejo y menos compacto.

Una tercera idea se refiere a los procedimientos. Llámese o no autodeterminación, es evidente que la voluntad de las poblaciones concernidas habrá de ser, en el momento en que concurran las condiciones adecuadas en el estadio de construcción territorial de Europa, un factor determinante, so pena de falsear la realidad política. Como es natural, ese mismo criterio democrático obligaría a rechazar cualquier apriorismo o imposición territorial.

Si existiera un acuerdo suficiente en el modelo y en el horizonte temporal vinculado a la construcción territorial europea, dicho convenio comportaría, claro es, el compromiso político de que España se convirtiera en país promotor de esa construcción, con firmeza y lealtad. Al hacerlo, muchos descubrirán que el olvido durante décadas de la estructuración territorial del poder les había privado de una manera muy fértil de contemplar y desarrollar el proceso comunitario europeo.

Las ideas expuestas son, sin duda, rudimentarias. Tampoco se pretende aquí, ahora, y por quien escribe, ir más lejos de lo que se ha ido. Lo que importa es hablar de estas cosas, romper el tabú, anticipar debates que, antes o después, casi todo el mundo lo sabe ya, estarán en una mesa de negociación. También: compulsar resistencias, dejando que éstas se expresen.

Hablar de estos asuntos ya es, por sí mismo, una terapia. Las palabras reprimidas, por supuesta prudencia, hacen ininteligible el debate, porque la premisa mayor queda fuera de él y así no hay silogismo político que cuadre. La condición adulta de los españoles se ejerce hablando de las cosas que tan hondamente les conciernen. Un Estado no puede estar construido sobre un tabú, porque cuando esto ocurre lleva dentro la insania y una cierta indignidad. Callen las armas, que nunca debieron haber hablado, pero hablen las lenguas. ¿Y si resultara ser ésta la mejor manera de tapar la boca de los cañones? Las palabras no pronunciadas se hacen pesadas, como el plomo.

Pedro de Silva es abogado y escritor.

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