Para reinsertar la reinserción
Hace siglos, un rey francés se vio ante un delicado caso jurídico: uno de los duques más influyentes de su reino había violado y asesinado a la hija de un campesino acomodado que también gozaba de consideración social. No hubiera sido político condenar al duque como se merecía, pero tampoco resultaba factible dejar su delito totalmente impune. En audiencia pública, el rey sentenció al noble asesino: "Vete libre, te perdono tu crimen... como perdonaré a quien te mate a ti". ¡Pobre duque! No duró mucho.El establecimiento de una justicia independiente de consideraciones políticas intenta evitar situaciones como la descrita en esa parábola. ¿Acaso son tribunales y cárceles una venganza de la sociedad contra el delincuente? Naturalmente que sí: pero para evitar el mal mayor que sería la cadena de venganzas de los particulares. El damnificado no sólo quiere la enmienda del ofensor, sino su castigo. De modo que si se condena a muchos años de cárcel a quien estrangula a su madre no es sólo para enseñarle mejores modales con la familia, ni siquiera para que no lo vuelva a hacer (puesto que madre no hay más que una), sino para que sufra un escarmiento por su fechoría. Puede que este ánimo vindicativo resulte antipático, pero está vigente desde que Clitemnestra entró con malas intenciones en el baño en el que tarareaba despreocupadamente Agamenón, recién vuelto a casa. Sin embargo, el humanismo moderno ha introducido modificaciones muy significativas. Bien está castigar una falta, pero no aniquilando a quien la ha cometido. Nadie debe ser identificado sin más con su crimen y por tanto suprimido con el mismo odio que éste merece. Es preciso y precioso utilizar la ocasión de la pena para ayudar a reinstaurar las mejores posibilidades humanas del delincuente, así como para reafirmar las de la sociedad que le condena, pero que no por eso deja de considerarlo como uno de sus miembros.
Supongo que todo esto resultará obvio hasta sonar a parvulario, pero quizá no sea inoportuno recordar lo elemental como telón de fondo a los actuales maquiavelismos en torno a las reinserciones de presos terroristas. Pues el problema no estriba sólo en afirmar o negar la oportunidad de esas reinserciones, sino en calibrar su afinidad con la justicia igualitaria, sin la que ninguna pacificación puede ser más que aparente y efímera. Desde luego, cualquier delincuente, sea un ladrón de bicicletas, Amedo o los asesinos de Hipercor, tiene derecho a que el cumplimiento de su condena se le aplique de la forma que más favorezca su plena reintegración a la normalidad social. Si sus condiciones permiten y aconsejan el paso al tercer grado penitenciario o la reducción del tiempo de condena por buen comportamiento, trabajo, etcétera..., pues tanto mejor. Pero siempre ha de ser cuando concurran en él circunstancias personales imparcialmente consideradas, que también servirían para aliviar la suerte de cualquiera en el mismo caso y no por motivos extrínsecos a su delito -situaciones políticas, por ejemplo- de las que otros con menores delitos no pueden beneficiarse. Por tanto, la aplicación de estos beneficios- corresponde a los jueces y sólo a ellos. Otras instancias pueden intervenir, en cambio, para facilitar la reinserción propiamente dicha del castigado con ayuda laboral o educativa, orientaciones, etcétera..., colaborando a que recupere su normalidad ciudadana. Disculpen que insista en recordarles lo que todo el mundo sabe.
La polémica de este verano ha surgido ante la presunción de que a los presos terroristas, fuesen de los GAL o de ETA, se les está acelerando el pase al tercer grado penitenciario por razones extrajurídicas, lo que representa de hecho una especie de indulto encubierto: a los de los GAL, como pago a su prestación de servicios inconfesables y como garantía de que seguirán con el pico cerrado; a los de ETA, con el fin de romper la disciplina de la sección encarcelada de la organización, más numerosa ya que la de tropas en combate y esencial en su estrategia de poder. Por mucho que la escasez veraniega de noticias y las urgencias electorales de los partidos políticos hayan desmesurado el debate, existen importantes cuestiones de fondo que se haría mal en pasar por alto y que la ocasión aconseja plantear con más estudio que furor. Si la reinserción es una medida política (y qué otra cosa va a ser, puesto que si fuese jurídica nada tendría que ver con ella el Pacto de Ajuria Enea ni los razonamientos a favor o en con tra de los líderes políticos), ha brá que dotarla de un discurso político convincente y acompañarla de medidas también políticas complementarias que ase guren su contenido efectiva mente reconciliador, mitigando los agravios comparativos y los equívocos partidistas que pueden surgir al paso.
Empecemos por los equívocos. El principal, que además también comporta agravio, es el de que la motivación política supone una circunstancia ate nuante por lo altruista frente a móviles de índole social o íntima. Me parece que es más cierto lo contrario: las democracias son mucho más satisfactorias en el plano estrictamente político que en el social, educativo, psicológico, etcétera..., por lo que cualquier delito de los llamados comunes suele tener disculpas más verosímiles que las alucinaciones políticas invocadas por algunos para justificar sus fechorías (quedan aparte, claro está, los insumisos a las obligaciones militares, que no son delincuentes, sino desobedientes). Como quienes hemos intentado colaborar en la reinserción de presos sociales sabemos bien, no abundan para estos marginados las facilidades que se prodigan a quienes con peores causas han hecho mucho más daño que ellos. Resulta así indignante el discurso que homologa a los etarras empeña dos en desestabilizar la democracia con los luchadores contra el franquismo (o incluso con las víctimas de éste, como se atrevió a plantear Elkarri), siguiendo la estrategia electoral en las europeas de HB, que pretendía convertirlos en herederos de Lorca, de Durruti, del cantón de Cartagena y de Viriato. Sin duda, ETA y sus servicios auxiliares tienen rasgos muy celtibéricos, pero no pertenecen a "la España de la rabia y de la idea" que cantó Machado, sino a la España de la rabia a las ideas que acabó con él y con tantos otros.
Lo peor es que a veces incluso políticos nada sospechosos de simpatizar con el terrorismo dicen cosas chocantes, pero a la vez muy significativas. Por ejemplo, Iñaki Anasagasti, sacando a relucir la transición democrática, con su cancelación de responsabilidades pasadas, a cuento de la reinserción. Eso ya se hizo una vez, allá por el 78: nadie en su sano juicio quiere ahora que los torturadores o corruptos de la democracia, lo mismo que sus terroristas, sean absueltos en nombre de algo que fue oportuno para salir de la dictadura. Pero lo que declara Anasagasti es revelador de
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Para reinsertar la reinserción
Viene de la página anteriorque en Euskadi ciertas familias políticas hicieron su transición bastante después que los demás. Por ejemplo, el PNV, cuya transición comenzó cuando finalmente rompió su coqueteo paternalista con ETA: aún no hace una década. Es relativamente explicable que, con algo de mala conciencia, traten de dar salida a gente cuyos métodos desaprueban, pero en cuyas ideas hasta hace poco se reconocieron. Deben asumir, sin embargo, que lo que ellos consideran ovejas descarriadas sean vistas por otros como lobos puestos a buen recaudo. Lo cual descarta trepidaciones como la de Rafael Larreina, portavoz de EA, que ante el retraso sufrido por el tercer grado de- Sueskun -ex ertzaina felón y ahora arrepentido- declara que su protegido ha hecho más por la paz en Euskadi "que todo el PSOE y el PNV juntos".
Vamos, ea, EA. Si quería afirmar algo tremendo, podría haber intentado que además fuese cierto: por ejemplo, decir que cualquier guardia civil o militar asesinado ha hecho más por la paz de Euskadi que todos los etarras arrepentidos o sin arrepentirse, lo mismo que los ertzainas que han cumplido con su deber, igual que las víctimas mutiladas por el terrorismo o sus familiares (algunos de los cuales, con increíble generosidad, forman parte de movimientos que piden paz y concordia), o como tantas personas que van diariamente a su trabajo, no matan a nadie ni fomentan por ventajismo político delirios sabinianos de los que otros obtienen legitimaciones para el crimen.
Hace falta un discurso político claro, que reinserte la reinserción en la realidad actual del país. No basta con decir que es una medida que molesta a ETA y sus acólitos. En efecto, ETA se encrespa en cuanto intentan sustraer a los presos de su control por lo mismo que las iglesias se indignan (calIando ven que las mujeres y la natalidad escapan a su administración: pierden los últimos rehenes en que hoy se funda su poder. Sin embargo, tampoco es absurdo suponer contraindicaciones políticas a facilidades permanentes para que cualquier preso que lo desee resuelva rápidamente su caso mientras la organización sigue matando: si los presos estuviesen convencidos de que no les queda más esperanza para salir de la cárcel que el final de la violencia, es posible que presionaran al entorno de ETA por intermedio de sus familiares hacia la renuncia a las armas. No vale comparar la situación actual con las gestiones que llevaron a la disolución voluntaria de los polimilis, porque entonces abjuraron de la lucha armada tanto los presos como sobre todo los que aún estaban libres. En cualquier caso, es un tema a debatir a fondo. Y lo que no admite vuelta de hoja es que las víctimas del terrorismo deben obtener todas las reparaciones económicas y sociales que les son más que debidas. Si el Estado toma la decisión política de reinsertar, también deberá asumir la responsabilidad política de indemnizar a aquellos de quienes se exige el máximo ejercicio de conciliación.
En las reservas frente a la reinserción puede haber electoralismo o incluso (explicables) inquinas personales. Pero también algo más. Aquello señalado, en contexto diferente por Juan Ramón Jiménez es apto para el caso vasco:. "No existen odios irreconciliables, sino repugnancias invencibles". Los odios que tantos aprendices de brujo han intentado sembrar son artificiosos y sin fundamento: desaparecerán a la primera oportunidad. Pero persiste y crece la repugnancia invencible a que los promotores por activa o por pasiva de la conspiración que ensangrienta nuestra democracia obtengan el menor beneficio democrático de ella. Y, francamente, es una repugnancia que me parece perfectamente saludable compartir.
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