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Carlota Fainberg Capítulo 5

Antonio Muñoz Molina

Me desperté apenas a tiempo de tomar un taxi para el aeropuerto -continuó tras un suspiro, aflojándose un poco más la corbata-. Le confesé a Carlota que aunque no llevara alianza estaba casado. Me dijo que no importaba: ella también estaba casada. Y saber eso me escoció tanto como si me confesara una infidelidad. Así somos los hombres, Claudio, no hay vuelta de hoja. Después de pasar la gran noche de amor de mi vida fui al aeropuerto de Eceiza a recoger a mi señora, que vino muy cansada y muy demacrada, lógico, pero tan cariñosa como siempre, la pobre. Me da vergüenza confesártelo, pero cuando la vi aparecer entre los pasajeros la encontré más llenita y más baja de lo que yo recordaba, y aunque no quena compararla con Carlota Fainberg tampoco podía evitarlo, claro. Ya verás que las mujeres argentinas tienen otro garbo, como más mundo, será porque se psicoanalizan todas, o por esos nombres y esos apellidos que les ponen, no es lo mismo llamarse Mar¡ Luz Padilla Soto que llamarse Carlota, y además Carlota Fainberg...Llegó de vuelta al hotel temiendo encontrarse con Carlota out of the blue y no tener los reflejos suficientes para que su mujer no empezara a sospechar. Como todo culpable, sentía un deseo compulsivo de agradar y se imaginaba rodeado de potenciales delatores: la mirada que le dirigió el recepcionista jefe cuando lo vio entrar con Mar¡ Luz fue una mirada, dijo Abengoa, glacial, pero aquel hombre ya lo había mirado así la noche anterior, y esa mañana, cuando salía a toda prisa hacia el aeropuerto ajustándose la corbata y rogando que Mar¡ Luz no notara en su ropa o en su cara algún rastro de perfume.

-A mi señora el hotel le encantó, como te puedes imaginar, ya te he dicho que es una romántica, la pobre, de una sensibilidad tremenda. Lo que más le gusta en el mundo es la música clásica. Figúrate que está empeñada en que la lleve a Viena a ver en directo el concierto ése de año nuevo. Yo me asusté cuando nos subimos en el ascensor con todas sus maletas y el desaprensivo aquel empezó a manejar los botones y las manivelas, te juro que me miraba igual que el recepcionista, yo creo que hasta me guiñó un ojo, imagínate, con Mar¡ Luz delante, pero ella subía encantada, sin que la importaran las sacudidas ni los crujidos de la maquinaria, decía que era como uno de esos ascensores de las películas antiguas, y efectivamente lo era, para qué vamos a engañamos, de la época de las películas mudas, me parece a mí. Suspiraba, me miraba con cara de felicidad, y yo le sonreía y cruzaba los dedos a la espalda, temiendo que al abrirse la puerta del ascensor apareciera Carlota, y que Mar¡ Luz, que no me quitaba ojo, lo descubriera todo. Llegamos al piso quince y a mí se me paró el corazón al mismo tiempo que el ascensorista paraba aquella maquinaria, mirándome muy fijo, el tío, como queriendo decirme que conocía mi secreto, que podía chantajearme, cualquiera se fía de esos sudamericanos. Abrió la puerta del ascensor, nos dejó pasar delante de él, y en el pasillo no había nadie más que la mucama vieja de la aspiradora, que era más vieja todavía que ella. Parecía que íbamos a llegar a la habitación sin problemas, y entonces...

-Apareció Carlota.

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-En efecto. Detrás de una columna. Con su traje de chaqueta y sus tacones, como la noche antes, y mirando las puertas del ascensor con una cara de miedo que no puedes imaginarte. En ese momento me puse colorado, Claudio, como si tuviera quince años, fíjate, se me eriza el vello nada más acordarme... Menos mal que el ascensorista, que también era botones, estaba muy agobiado con las maletas de Mar¡ Luz y no se dio cuenta de nada. Carlota me miraba como queriendo decirme algo muy urgente, pero yo pasé a su lado sin mirarla siquiera. Me parecía que el pasillo era más largo que el día antes, que no llegábamos nunca a la habitación. Yo iba avisándole a Mar¡ Luz de que no esperara una suite de lujo, pero ella no hacía caso, se había colgado de mi brazo y me echaba la cabeza sobre el hombro, y yo le dije, mientras el ascensorista abría la puerta, que lo que le hacía falta ahora era darse una ducha muy caliente, tomar un tranquilizante y dormir. Ya sabes con qué rapidez inventa uno sus planes en esas situaciones: yo la dejaba dormida, iba a la habitación de Carlota, le pedía por favor que no me persiguiera, le explicaba que lo nuestro había sido muy bonito, pero que no podía durar, y que en el fondo era mejor así, conservar el recuerdo como un tesoro, etcétera. Pero no contaba con un imprevisto. Ya sabes el refrán, que el hombre propone y Dios dispone y la mujer descompone...

Abengoa tenía la intrigante virtud de despertarme recuerdos impresentables: esta vez, el de esos stickers que había antes en las ventanillas traseras de los coches españoles con leyendas del tipo Zoi españó, Suegra a bordo, No me toques el pito que me irrito, etcétera. Pero yo, lo confieso en los términos formulados por Chatman, tenía mucho más interés en su story que en su discourse, lo cual, en un profesor universitario, no deja de ser un poco childish: atrapado en una fugaz suspension of disbelief quería simplemente saber lo que pasaba a continuación.

-Con lo que yo no contaba, Claudio, para serte sincero, era con la líbido de mi señora, que si ya en el taxi se me arrimaba tanto y parecía tan soñolienta no era por el cansancio del vuelo transoceánico, sino porque al verme, según me dijo después, se había puesto muy caliente, cosa que jamás me diría en nuestro domicilio conyugal. Pero en un hotel, y en Buenos Aires, a seis mil kilómetros de Madrid, ese romanticismo suyo se le convirtió en unas ganas incontenibles de hacer el acto, y cuando yo salí del cuarto de baño diciéndole que ya le tenía preparada la ducha y el valium descubrí que había echado las cortinas, que se había quitado los zapatos y las medias y estaba tendida encima de la colcha. Imagínate, Claudio, qué compromiso: después de la noche que había pasado con Carlota, temblaban las piernas al salir de su habitación, ¿iba yo a ser capaz de cumplirle a mi mujer? ¿A ti qué te parece?

No dije nada: yo creo que lo miré con una sonrisa estúpida.

-Pues le cumplí -se echó hacia atrás en el sillón de plástico y enseguida volvió a incorporarse-. O casi. Me vine abajo al final, tú ya me entiendes, pero no fue culpa mía, porque a pesar de mi estrés yo iba respondiendo con toda dignidad a las caricias ardientes de Marí Luz, que estaba, te lo aseguro, desconocida, con una ganas de agradar, como dicen en la fiesta, muy superiores a las de nuestras noches en casa. Se había puesto encima de mí, cosa que en ella no es nada habitual, y nos estábamos acercando, por así decirlo, al desenlace, ¿y sabes lo que pasó?

Negué con la cabeza: aún me miró unos instantes como para prolongar el suspense.

-Desde donde yo estaba, volviendo a un lado la cabeza, podía ver la puerta. Y vi que se abría poco a poco, mientras Mar¡ Luz, encima de mí, subía y bajaba temblando toda y respiraba muy fuerte, y en la puerta apareció Carlota, y se nos quedó mirando a los dos, primero a Mar¡ Luz, que le daba la espalda, y luego a mí, a los ojos, yo no sé si con cara de curiosidad o de pena, o a lo mejor de burla, como comparando el cuerpo de mi mujer con el suyo. Y claro, pasó lo que pasó, Mar¡ Luz primero insistía como si aquello aún pudiera arreglarse, pero luego se quedó quieta, se limpió el sudor de la cara y me preguntó si me pasaba algo, y luego me dijo que no tenía importancia, que no me preocupara, lo normal, aunque a mí eso tengo que decirte que no me ha ocurrido casi nunca...

-¿Y Carlota? -Abengoa hablaba como si se hubiera olvidado de ella.

-Cuando volví a mirar hacia la puerta ya se había ido. Y ya no la vi nunca más. ,

-¿Se marchó del hotel?

-Nos marchamos nosotros -Abengoa se frotó las manos con el gesto de quien ha cumplido una tarea-. Esa misma tarde tuvimos que cambiamos al Libertador, en Córdoba y Maipú. Gajes del oficio. Al rato de irse Carlota llamaron con muchos golpes a la puerta y era el recepcionista jefe, el tipo de pelo blanco y gafas. Estaba fuera de sí, el tío, hecho una fiera, le temblaba la barbilla. Habría descubierto que yo trabajaba para Worldwide Resorts, y nos dijo que nos marcháramos inmediatamente de allí, que el hotel no estaba en venta, que si nos creíamos los gallegos de mierda que podíamos comprar el país... Yo me conozco, Claudio: si Marí Luz no me sujeta le parto la cara.

No oculto que me decepcionó el final de la historia, o más bien su falta de final. ¿Carecía Abengoa de lo que Kermoinde ha llamado the sense of an ending o se inclinaba, sin saberlo, por esa predilección hacia los finales abiertos que suele inculcarse ahora en los writing workshops? Una hora más tarde fue anunciado inesperadamente el boarding para el vuelo hacia Miami. Acompañé a Abengoa hasta la gate que le correspondía, y me dio algo de pena despedirme de él. Viviendo en el extranjero hay veces en las que uno se siente inconfesablemente solo. En el último momento, aún estrechándome largamente la mano, Abengoa me dijo:

-Claudio, ahora mismo te cambiaría ese billete tuyo a Buenos Aires.

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