Mortadelo, Filemón y el concejal bravucón
Coincidimos, alguna vez tenía que ocurrir, Matanzo, ángel caído de las alturas municipales, y este cronista en una común preocupación por el futuro incierto del pequeño comercio madrileño, a punto de ser devorado por las insaciables fauces de los malvados entes multinacionales de las grandes superficies, hidras hipertrofiadas que multiplican sus cabezas por doquier.En una florida y agresiva epístola a su ingrato alcalde, Matanzo, otrora ángel de exterminio de las noches del centro, se queja y amenaza, se duele y se encocora desde "el exilio administrativo y desde el ostracismo competencial a los que me condenaste". Y acusa a Álvarez del Manzano y a sus acólitos de "favorecer a las grandes superficies comerciales en detrimento del pequeño y mediano comercio", sufrido sector cuya representación se arroga como defensor irreductible, Matanzo, ángel desterrado.
La invocación a la ruina del pequeño comercio y la consecuente culpabilización del alcalde y de su equipo en el proceso le sirven a Matanzo, ángel díscolo de flamígera espada, como introducción para entrar en materia, y la materia no es otra que desafiar a su jefe, a ver si se atreve a descabalgarle de una posición de privilegio en las próximas listas. Matanzo, ángel rebelde, acusa a la primera autoridad municipal de incurrir en un pecado de soberbia que, añade, "es la virtud de los iluminados". Matanzo, ángel iluminado y soberbio, acaba recurriendo a las más altas instancias del partido y rinde pleitesía a "una esperanza llamada Aznar".
Matanzo, ángel anunciador, profetiza el triunfo del Partido Popular en las municipales madrileñas. El PP, pronostica Matanzo, arrollará en las urnas, "sea quien fuere el cabeza de lista, aunque fuese Filemón". Matanzo, ángel y bufón, reivindica su derecho a figurar en esa candidatura de tebeo, sin caer en la cuenta de que a un Filemón alcalde sólo le cuadran como guarnición una cohorte de mortadelos, hábiles en el disfraz y el disimulo. A Matanzo, ángel castizo y castigador, sólo le entra el disfraz de Pichi, que luce, eso sí, con naturalidad y desgarro.
Matanzo, ángel vengador, deja entrever en su pasional alegato destellos de su talante sobrehumano, capaz de desafiar las leyes del tiempo y los periodos de rotación del planeta, abordando en su etapa de concejal de Centro "jornadas de 25 horas de trabajo, sin vacaciones, sin festivos y sin cobrar dietas". Matanzo, arcángel y superhombre, como las grandes superficies, no conoce horarios ni festivos, sólo él puede luchar con las manos desnudas contra la tiranía de los hipermercados y sus engañosas ofertas.
No está solo en la lucha, pero convendría que, dentro de sus limitadas fuerzas y de sus reducidos horarios, los pequeños comerciantes pusieran algo más de su parte. Ni los ciclópeos esfuerzos, ni los exabruptos, ni las vociferantes proclamas de Matanzo, ángel y paladín de los débiles, bastan para domar la voracidad sin límites de sus competidores. Son clamores en un desierto en el que levantan tranquilamente sus tiendas los mercaderes de los grandes espacios.
El pequeño comercio, y Matanzo también, está pidiendo a gritos un cambio de imagen, una actualización de planteamientos, un lifting, un repaso urgente que permita al sector competir con sus propias armas en un campo al que no pueden acceder las grandes superficies. Ante la despersonalización de los grandes mercados, el trato amable y personalizado del minorista, detallista. Ante las macroofertas y los superdescuentos, la calidad y la selección de las mercancías. Ante la avalancha de los productos desechables, la solidez, la perdurabilidad. y la belleza de la artesanía. Ante la estandarización y la internacionalización del mercado, los productos de la tierra con denominación de origen y garantías suficientes. Lo ecológico ante lo contaminante, lo natural frente a lo artificial, lo pequeño ante lo grande, la especialización frente a la masificación, lo cálido frente a lo frío.
El pequeño comercio puede apoyarse en la tradición más aquilatada o probar nuevos caminos, recuperar o imaginar, conservar o explorar. Cualquier cosa salvo esperar, de brazos cruzados, la protección institucional y la defensa de sus intereses en un marco legal que se orienta en sentido contrario, y a cargo de unos políticos que, alardeando de pragmáticos, se limitan a contemplar cómo se cumplen las leyes de la naturaleza, la inexorable ley de la selva en la que el pez grande devora al chico sin problemas de conciencia. De tan inconsistentes y abúlicos valedores lo único que pueden esperar los pequeños comerciantes es la calificación de especie protegida en vías de extinción, con diploma acreditativo y pegatina para colocar como humilde reclamo a la puerta de sus decadentes comercios.
Quizá en un futuro no muy lejano, a instancias de organizaciones filantrópicas y ecologistas, se constituyan auténticas reservas para el pequeño comercio, mercadillos indios dónde las nuevas generaciones podrán conocer los restos de una civilización extinguida y participar en sus obsoletos rituales. Por supuesto, la figura del sheriff o agente federal de esta reserva le vendría como anillo al dedo a Matanzo, autoproclamado ángel de la guarda de los pequeños comerciantes madrileños, rancio defensor de lo rancio, que muchos suelen confundir con lo antiguo.
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