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Democracia y sociedad en el Magreb

GEMA MARTÍN MUÑOZEl desbloqueo de la situación política en la zona exige, según la autora, superar la bipolarización entre los gobernantes y el islamismo

Entre las grandes cuestiones que hoy día se le plantean al Magreb, la de la renovación de las relaciones entre Estado y sociedad es, sin duda, una de las principales. El hecho de que la forma de Gobierno, el papel de la religión, el significado de la cultura árabe o la definición de la personalidad nacional hayan sido decididos por minorías concertadas en vez de ser fruto del debate y la contraposición de ideas ha desembocado en la crisis de autoridad, confianza e identidad cultural que padecen hoy las sociedades magrebíes.Incluso cuando se ha alimentado la esperanza democrática de las respectivas poblaciones magrebíes impulsando los diversos procesos de libearalización política que han tenido lugar en los últimos años, uno de los elementos de su estancamiento ha radicado en el carácter paternalista de los mismos. La democracia se convierte en la concesión del poder a una sociedad considerada una eterna menor, quedando ausentes el diálogo y el consenso entre las diferentes fuerzas en presencia.

A esto se unen otros factores sociopolíticos fundamentales que deben ser tenidos en cuenta en el binomio entre democracia y sociedad en el Magreb. En primer lugar, lograr establecer un equilibrio razonable entre las contradicciones propias de los dos aspectos de la democracia: de un lado, las exigencias del paso a la economía liberal que, basada en el mercado y la competitividad, engendran la desigualdad del reparto, y, de otro, las exigencias de la democracia política que, basada en los derechos humanos, el pluralismo y la alternancia, implican la igualdad entre los ciudadanos.

En sociedades magrebíes de gran disparidad social, enorme tasa de crecimiento y paro y cada vez mayor distancia entre los integrados socioeconómicamente en el sistema y los marginados del mismo, un desmesurado entusiasmo neoliberal y un dogmático reajuste estructural pueden agravar dichas contradicciones al punto de bloquear el sistema y acrecentar la frustración de unas poblaciones en las que la aspiración democrática se traduce sobre todo en justicia social.

El compromiso social, pues, es una de las condiciones de la democratización, y dicho compromiso se enfrenta a la necesidad de reconciliar dos dinámicas de sociedad existentes actualmente en el Magreb. Una, moderna, procedente sobre todo de las clases medias urbanas, entre aquellos que han tenido acceso a una educación solvente y un desarrollo profesional e intelectual, y en cuyo seno se desarrollan las asociaciones de defensa de derechos humanos, los grupos de mujeres en lucha por obtener sus legítimos derechos de igualdad, las uniones de periodistas pidiendo más libertad, y los partidos políticos de oposición reclamando una monarquía constitucional en Marruecos o una república parlamentaria en Argelia y Túnez con un sistema electoral proporcional que les permita acceder a la Cámara legislativa.

Otra, procedente de la gran masa de excluidos del sistema, tanto política como socioeconómicamente, que se desolidarizan de los grupos anteriores y se refugian en la búsqueda de la autenticidad y el rechazo a una modernidad que se les ha negado.

Unido a esto, la ausencia de canales que encaucen las aspiraciones de los ciudadanos y su descontento con el sistema ha exacerbado las diferencias sociales, sobre todo, en la muy numerosa nueva generación. De todos es sabido que el 60% de la población árabe tiene menos de 20 años y que sobre esta importantísima franja de la sociedad se han acumulado los efectos negativos del proceso de modernización y secularización que los Estados poscoloniales intentaron poner en práctica.

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Esta juventud no acepta los modelos, liberales o socialistas, puestos en práctica tras la colonización y desconfía de los proyectos de democratización y de relanzamiento económico que pueden prometer los de la generación de las independencias, aún en el poder.

El descrédito de los modelos exógenos sólo podía beneficiar a una vuelta vigorosa del viejo ideal islámico. Junto a esto, el lenguaje islamista va a aportar a esa nueva generación una autonomía ideológica que le faltaba antes, permitiéndola llevar a cabo la reapropiación de su cultura precolonial y reconciliarse con ella.

Significativo es en este sentido el caso de Marruecos. En este país los partidos políticos y los sindicatos, a pesar de su escasa capacidad de influencia en la decisión política, han logrado una carta de naturaleza en la sociedad marroquí gracias a haber sostenido un discurso de oposición desde hace décadas. Esto ha permitido al poder en Marruecos recurrir a esos intermediarios políticos instituidos y arraigados en la sociedad para integrar a la juventud urbana y que no se desvíe masivamente a favor de los movimientos islamistas. De la capacidad del régimen marroquí para integrar a la oposición en el Gobierno depende en buena medida que esta situación no sea modificada en el futuro.

Por ello, superar la situación de bipolarización entre los gobernantes y el islamismo es otra de las condiciones necesarias para desbloquear la situación política no sólo en algunos países magrebíes, sino también en otros Estados árabes.

La forma en que ha tenido lugar la institucionalización del pluripartidismo en aquellos países que en la pasada década pusieron fin formalmente al Gobierno por el partido único ha conducido a la simplificación de la sociedad por la monopolización de la escena sociopolítica en torno a dos fuerzas: el poder, vinculado al ex partido único, y los islamistas. Con ello se neutraliza el potencial de cambio que deberían transmitir también otras fuerzas políticas.

Si bien esto no es ajeno a que las fuerzas políticas opositoras no islamistas las constituyen partidos minoritarios con escaso arraigo en la sociedad, dada su creación demasiado reciente, su exilio o su clandestinidad en regímenes monopartidistas, también es debido al hecho de que el concepto de oposición no es contemplado por el poder en el marco de la alternancia.

Desde el poder se proclama "yo o el diluvio", a lo que el islamismo responde "yo o el antiguo régimen". Entretanto, los partidos minoritarios se desgastan en estrategias para descomponer esa bipolarización olvidándose de su misión fundamental: enlazar con la ciudadanía y generar un proyecto político de recambio.

Asimismo, esa bipolarización es hoy día la causa de que los poderes establecidos se doten de una nueva fuente de legitimación: la lucha anti-islamista, con la que buscan justificar su resistencia a la democratización y con la que tratan de ganar el apoyo de buena parte de la intelligentzia y de las clases medias que, si bien descontentas por el monopolio del Gobierno por parte de la élite política tradicional, se oponen radicalmente a los islamistas y a su proyecto de sociedad. Esta situación tiende a amputar a este grupo social su capacidad de actuación política autónoma y a aislarles de la mayoría de la población. El verdadero desafío que tienen ante sí es encontrar las vías para enlazar su lucha a favor de los derechos humanos y la democratización del país con el resto de la población, y romper la imagen que pueden llegar a transmitir de casta que se ha beneficiado privilegiadamente de la modernización y la secularización.

Asimismo, la fórmula de la relación entre Estado y religión, establecida tras las independencias, también se ha mostrado hoy día como no válida, y todo parece indicar que el futuro de las sociedades magrebíes ha de pasar por consensuar dicha relación, lo que no significa asumir desde arriba un laicismo que no ha sido fruto de la dinámica interna de esas sociedades, sino la creación de un nuevo contrato social que permita consolidar una sociedad funda, da en el derecho y la emancipación sin que ello sea percibido como una amenaza a los fundamentos de la cultura e identidad islámicas.

Gema Martín Muñoz es profesora de Sociología del Mundo Árabe en la Universidad Autónoma de Madrid y directora de investigación del CERI

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