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Las mudanzas del escritor

Norberto Fuentes fue siempre visto por los escritores de la generación siguiente a la suya como un héroe atípico y contradictorio, capaz a veces de nadar y guardar la ropa. Todos conocían, algunos en mejores versiones que otros (pues la verdad es que poquísima gente estuvo realmente presente en el, exorcismo), su valiente posición aquel imborrable día del mea culpa de Heberto Padilla en la sede de la Unión de Escritores de La Habana, donde literalmente, se derrumbó para siempre el prestigio de muchos eminentes escritores y figuras prominentes de la literatura cubana, que no sólo se bajaron los pantalones bajo la atenta mirada de los guardias de la Seguridad del Estado, sino hasta la ropa interior.Cuando se escriba una verdadera historia de la literatura cubana contemporánea, ese será el día clave, el antes y el después: allí nacieron definitivamente todos los odios, todas las fobias y hasta algunos amores. Norberto, con un tono algo chulo pero que en él tiene su gracia, no se amilanó, y sin tragar en seco, con las feas gafas de pasta en la punta de la nariz, como los personajes de Raymond Chandler que tanto admiraba e imitaba en la vida y en su literatura, dijo que no estaba allí por su voluntad y algunas otras flores sobre las que se ha tejido cierta mitomanía, algo inevitable en Cuba. Hubo quien no le creyó y pensé que aquello no fue más que una fanfarronería de quien se sentía intocable o protegido.

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Para los más escépticos, su tomo de relatos Condenados de Condado -que generó culto entre los cuentistas jóvenes de la isla y aún hoy es tratado como modelo literario- era un libro autorizado más, con un cierto aire de polémica y de crítica, pero con la bendición dé la todopoderosa Casa de las Américas. Lo cierto es que el libro era, literariamente, muy bueno, y la crueldad de sus páginas tan real como la vida misma de aquellos convulsos, años sesenta y especialmente de los conflictos armados en la sierra del Escambray.

Como buen bebedor y conversador, Norberto supo cultivar amistades cerca del poder o del gran poder, y eso en Cuba muchas veces fue el salvoconducto a una perentoria y recurrente felicidad cotidiana de la que gozó sin ocultarse.

Norberto Fuentes tuvo años oscuros tras el caso Padilla, se le desterró discretamente, aunque con menos dureza que a otros escritores, a escribir crónica rural, un simbólico castigo por su deslealtad. Peto Norberto volvió a La Habana, se mudó de casa, esta vez con un aire ausente e irónico (esta vez parecía un Faulkner apaleado) y. se instaló de nuevo en una vida muelle por la que, a los ojos de algunos, tenía que pagar un oscuro precio: un rumor más en, la selva habanera y de la que hasta Reynaldo Arenas se hizo eco en sus memorias.

En el terreno profesional, su excelente libro sobre las largas estancias de Ernest Hemingway en Cuba demostraba que no estaba tan al borde del precipicio, y volvió a ser editado dentro.

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Ahora, en estas horas trágicas, todos abandonan el barco insular, los escritores revolucionarios también, y Norberto Fuentes vuelve a recordar a uno de sus propios personajes, desencantado de todo en lo que ha creido y participado, sin ver nada claro en el horizonte, pero instintivamente caminando -o volando- en sentido contrario al peligro.

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