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Tribuna:
Tribuna
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Historia de un disfraz

A las 8.40 del jueves 5 de mayo, hambriento y destemplado, entré en una lujosa cafetería del barrio de Salamanca y me senté a una mesa con el firme propósito de brindarme un homenaje. Mi estado habitual roza la pobreza; y, en consecuencia, no soy proclive a los derroches. Sin embargo, esa mañana me había levantado ágil y risueño, había caminado más ligero, más leve, más sincero con mi entorno, y después de pensar en mi joven esposa y en mi hija diminuta (ambas, sin duda, durmiendo todavía) creí sentir que ellas se unían a mí, que me sonreían con complicidad y que me invitaban a desayunar sin las habituales fronteras de carácter monetario que frenan a las clases medias. A saber: café con leche, un bollito de pan, revuelto de huevos, queso, tostadas, miel y zumo de naranja. Je, y un trozo de tarta de manzana. Mil cuatrocientas ochenta, en resumen, lo que en mi hogar constituye, por ejemplo, el presupuesto mensual destinado a pan, gas o pastillas desinfectantes para biberones. A la espera estaba, pues, hojeando el periódico, cuando de repente empecé a reparar en dos o tres detalles sutiles, anómalos, grimosos, de esos que pican con disimulo en el subconsciente. Varios parroquianos susurraban entre sí con aire misterioro, miraban insistentemente hacia la puerta de los aseos, las cucharillas no sonaban en absoluto, y hasta los camareros participaban en este rito, mirando también de cuando en cuando hacia la puerta y acumulando tazas de café junto a la cafetera central. En una primera valoración atribuí estos datos a la presencia de algún espectacular vagabundo que hubiera entrado en los lavabos antes de mi llegada, y continué, por tanto, leyendo, tratando de descifrar una noticia que hacía referencia al precio oficial del dinero, tipo lombardo, un tema de cuidado. Pero la tensión crecía por momentos a mi alrededor, y consideré oportuno indagar en el asunto. En ello, con notable retraso, llegó a mi mesa el desayuno. Un aspecto delicioso, sí; pero la rabiosa actualidad me impidió saborearlo, ya que unos segundos después, tras cazar al vuelo un par de comentarios y también algún adjetivo ofensivo, por fin me hice cargo de los hechos: Luis Roldán se encontraba en el cuarto de baño. Cinco o seis personas así lo atestiguaban, y otras tantas estaban por asegurarlo, mientras el resto observaba a estos privilegiados testigos con cierta dosis de envidia y excitación. A todo esto, los huevos y las tostadas se me estaban echando a perder, y además el zumo acusaba cierta acidez. Alguien insinuó entonces avisar a la policía; aunque otra propuesta más contundente ganaba peso entre aquellos percebes: entrar a saco en los aseos y moler directamente a palos al civil ex director. Por malo y eso. Y en ese momento, sin querer meditarlo por segunda vez, solté los cubiertos, me limpié con la servilleta, me levanté, me abrí paso entre la gente y empujé la puerta de los aseos dispuesto a echar una mano al prófugo, sin más razones, lo reconozco, que ese natural sentido de la subversión que me caracteriza. Nada más entrar, y por una vez, hube de dar la razón a los murmuradores profesionales: en efecto, allí estaba el pobre Luis, en persona, con su calva, con su barba rara, demacrado, acorralado entre los urinarios; oliéndose algo, desde luego, porque su espalda permanecía pegada a la pared y su actitud resultaba al tiempo temerosa y retadora. Pero no había tiempo para más. La gente se agolpaba detrás de la puerta, arreciaban las amenazas, y el ulular de una sirena se aproximaba sin remedio a la cafetería. "¡Por el ventanuco!", grité entonces, señalando una abertura apenas practicable. Dicho y hecho, atónito, el hombre entró por ella y se escabulló a través de un pequeño patio, y de ahí a la calle. Por otra parte, una pareja de municipales entraba ya en el local. Simultáneamente, desde el otro lado del tabique, comenzaron a oírse gritos y quejas. "¡Me han robado!", ,¡y a mi!", "ioh, cielos, y a mí!", etcétera, y así hasta cuatro voces más. Un fenómeno, el Roldán, me dije. Pero no; no había sido él, sino una banda de cuatro individuos, que, según nos explicó más tarde la policía, operaba desde hacía varios días en Madrid. Al parecer, uno de ellos, un verdadero artista, se disfrazaba de Luis Roldán, mientras los otros tres, camufiados entre la clientela, aprovechaban la circunstancia y se llevaban bolsos, chaquetas, abrigos y maletines, al amparo de la confusión. Tomen buena nota los perros de presa.Alfonso Lafora es escritor.

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