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ANTONIO MUÑOZ MOLINA Cultura andaluza

Antonio Muñoz Molina

En mayo de 1982, en vísperas de las primeras elecciones andaluzas, estuve a punto de asistir a un milagro. Colaboraba en un periódico que acababa de nacer y que no duró casi nada, pero que a mí me permitió la experiencia inusitada de ver impreso lo que yo había escrito. Llegaba por la tarde a la redacción y el ruido de las máquinas de escribir ya me excitaba y me permitía imaginarme que era un periodista de verdad. Las máquinas de escribir del periódico tenían un sonido distinto a las de las oficinas donde yo me ganaba la vida, que eran unas máquinas más lentas y más solemnes, más administrativas, como contagiadas por la lentitud de los procedimientos y los protocolos oficiales. Las máquinas del periódico me parecían animadas por una velocidad de noticia urgente, de plazo límite de entrega, de premura de cosas que estaban siendo escritas casi al mismo tiempo que sucedían. Escribir a máquina en la oficina era una tarea monótona y más bien servil: escribir en el periódico, rodeado de voces y de tecleos y timbres de otras máquinas, era haberse convertido de pronto en un escritor, o al menos en algo que se le parecía mucho.Una tarde de campaña electoral y de mucho calor llegué al periódico y me dijeron que me fuese inmediatamente a una iglesia en la que al parecer una estatua de la Virgen estaba llorando lágrimas de sangre. Faltaba una semana para las elecciones, y se veía claro que UCD iba a desmoronarse en ellas, pero nadie sospechaba la magnitud de la victoria que alcanzaría el partido socialista, ensayo general para su triunfo abrumador del siguiente octubre. Las personas de izquierda, que entonces éramos de una credulidad inverosímil, alimentábamos un sentimiento poco definido pero muy poderoso de esperanza de renovación, de inminencia civil. Tengo amigos tan listos que aseguran no haber sido engañados nunca por el PSOE: yo pertenezco al número de los que imaginaban honestamente que los socialistas iban a limpiar y a ordenar el país y a darle una musculatura de laicismo, ilustración y legalidad a la democracia. Ahora, 12 años después, todo esto da mucha risa, pero entonces el cinismo no se había vuelto universal y uno sentía que en su derecho al voto estaba contenida la parte mínima y a la vez decisiva de una fuerza que podría mejorar el mundo.

Cuando llegué a la calle donde estaba la iglesia me fue imposible acercarme: se había congregado bajo el calor angustioso una muchedumbre que lo desbordaba todo, que cubría los coches y se apoderaba como hiedra de las rejas de las ventanas y de los balcones, y entre el ruido de los claxones y de las sirenas se escuchaban pregones de vendedores y cantos marianos. Sobre el capó de un coche un locutor de radio transmitía en directo aquel embravecimiento de religiosidad, y había mendigos que se abrían paso entre la gente mostrando muñones y deformidades e individuos que habían armado tenderetes de estampas, figuras religiosas de plástico y frascos de agua milagrosa.Caballeros de traje negro y gafas oscuras rezaban arrodillados y se daban golpes de pecho. El periódico de la competencia, que pertenecía entonces a la Iglesia, sacó una edición especial en la que se veía la talla de la Virgen con las lágrimas chorreándole por las mejillas. Muerto de calor, ganado por el desánimo, pensé que carecía del empuje necesario para abrirme paso y llegar al camarín donde estaba la imagen, como habría hecho un verdadero periodista, y también que el sueño de libertad y laicismo que muchos de nosotros suponíamos próximo era cruelmente desmentido por aquel espectáculo de fanatismo religioso y sórdida trapacería política: en octavillas sin pie de imprenta y sin firma de nadie se proclamaba que la Reina de los Cielos lloraba sangre ante el peligro de que los rojos ganaran las elecciones de Andalucía, tierra tan predilecta de ella que no en vano se llamaba de María Santísima.

Si las ganaban, si ganábamos, se decía uno incluyéndose tontamente en el plural, todos aquellos residuos de un pasado oscurantista irían desapareciendo poco a poco, a fuerza de educación y de libertad. Por lo pronto, lo que desapareció fue el milagro: al cabo de unos días de galopante paroxismo la imagen fue retirada sin explicaciones y nadie volvió a hacer mención alguna al prodigio de las lágrimas de sangre.

El domingo siguiente los socialistas obtuvieron la primera de sus mayorías absolutas. Otro domingo de 12 años después abro el periódico por la primera página de su edición andaluza y veo la foto de dos socialistas que ondean con cara de felicidad una bandera: uno de ellos es Pedro Aparicio, el alcalde de Málaga, y el otro el recién nombrado consejero de Cultura del Gobierno andaluz. El consejero, tal vez ávido de ponerse al trabajo, inaugura con el alcalde la feria de Málaga, y la inaugura con una ofrenda floral a la patrona de la ciudad, la Virgen de la Victoria. Cuenta el periódico que luego los dos presidieron una multitudinaria misa flamenca, auspiciada por la Asociación de Amigos de la Pringá, entidad sobre la que no sé nada, pero en cuyo nombre ya atisbo un aroma de esa cultura andaluza que con pulso tan firme está empezando a administrar el nuevo consejero de Cultura andaluz.

No sé cuántos años durará en el cargo, pero estoy por apostar que a lo largo de ellos inaugurará más ferias y ofrendas florales que bibliotecas públicas. Uno de los mayores méritos de la administración socialista ha sido el de preservar lo peor de lo antiguo y mezclarlo y revitalizarlo con lo peor de lo nuevo. La cultura andaluza, como la cultura manchega o la extremeña o cualquiera otra de las culturas que administran las consejerías de Cultura, es una mezcla de la ignorancia y la televisión, de la milagrería y el Pryca, del Burger King y de los bailes vernáculos, de la devoción mariana y la devoción a Tele 5, de la pobreza analfabeta y en chanclas y los operismos babilónicos que se extinguen tan sin dejar huella como la ya olvidada Expo-92. Si aquella Virgen de Granada vuelve a llorar sangre, no es improbable que el actual consejero andaluz de Cultura encabece a toda prisa. una ofrenda floral.

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