Las malas resoluciones
La acción armada es la medida más seria que las Naciones Unidas pueden tomar. La Carta la limita estrictamente a situaciones que constituyen una agresión intemacional o una amenaza a la paz mundial. En el caso de Haití, estas condiciones no se dan.La política bipolar durante la Guerra Fría paralizó la acción de la ONU, perfectamente justificada cuando la URSS invadió Hungría, Checoslovaquia o Afganistán, o cuando los Estados Unidos invadieron Granada o Panamá. En todos estos casos sí había, claramente, agresión y amenazas a la paz mundial. Pero los responsables eran, precisamente, los soviéticos y los norteamericanos. En aquella época, las dos superpotencias podían, sin grandes costos, hacer su santa voluntad y convertir a las víctimas en agresores y a los agresores en víctimas.
La única excepción fue Corea. Por alguna oscura razón (acaso un tácito síndrome antichino) la Unión Soviética se durmió y las Naciones Unidas pudieron actuar colectivamente contra Corea del Norte. Pero en todos los casos de agresión contra naciones débiles, la ONU se mostró impotente. Las superpotencias actuaron cínicamente, sin ofrecer razones, o cubiertas por hojas de parra tan modestas (y transparentes) como la Resolución del Golfo de Tonkin, que arrojó a los EE UU de cabeza en el pantano vietnamita.
Bill Clinton entendió entonces que era una locura enviar tropas estadounidenses a un conflicto malamente comprendido por el Gobierno o la opinión pública de los USA, donde éstos tenían escasos intereses que defender y donde, finalmente, las partes en pugna podían resolver, aun al precio de la sangre, sus propios conflictos nacionales. Exactamente como ocurrió en los propios Estados de Norteamérica en1776 y en 1862.
Claro, Haití es distinto. Un mandatario democráticamente electo, Jean-Bertrand Aristide, ha sido derrocado por una usurpación militar totalmente ilegítima. Cédras y sus colegas mandan mediante la represión sangrienta, la violación de derechos humanos y el escandaloso privilegio de la élite económica y la casta militar. Pero nada de esto constituye un acto de agresión internacional o una amenaza a la paz mundial. Aplicada mundialmente, esta situación demandaría intervención inmediata en una buena mitad del planeta.
Por ejemplo: ¿debió la ONU intervenir militarmente en Chile en 1973, cuando un presidente democráticamente electo, Salvador Allende, fue derrocado violentamente por un usurpador militar, el general Pinochet, quien instaló un régimen sangriento, de tortura, represión y violación masiva de derechos humanos?
Pero el caso de Haití es importante por dos motivos. Ante todo, porque está en juego la vida misma de una comunidad nacional llevada a la desgracia y a la desesperación migratoria por los matones de Port-au-Prince. Y en segundo lugar, porque al autorizar la invasión militar de Haití, el Consejo de Seguridad plantea una vasta cuestión: ¿cómo ocuparse del drama de los pueblos hambrientos, subyugados y mal gobernados de nuestra tierra? ¿Puede hacerse algo si, antes, no se lleva a cabo una reforma a fondo de las organizaciones internacionales, tan pronto pero tan reflexivamente como sea posible?
Hace poco, hablaba en París con Jean Pierre Chevènement, el ministro dimisionario de Defensa. En relación con los acontecimientos de Ruanda y Somalia, Chevènement me dijo que el horror en este corazón de las tinieblas africanas era un legado del colonialismo. Las potencias coloniales fueron incapaces de crear Estados en esas regiones. En vez, inventaron fronteras artificiales y atrofiaron tanto las realidades tribales como las posibilidades nacionales. Para superar este drama, Chevénement excluye la intervención militar y, en vez, subraya la cooperación con los africanos a fin de crear estructuras de Estado donde los Estados nunca han existido, pero son necesarios, bien fincados en las culturas locales, para funcionar en un mundo de inevitable correlación.
Los Estados Unidos ya estuvieron en Haití, durante diecinueve largos años, entre 1915 y 1934. La situación actual confirma que no obtuvieron ningún resultado positivo. No establecieron la democracia en Haití. Desatendieron su obligación de cooperar con la nación desocupada y la entregaron a una élite egoísta y brutal. Hoy, ¿están los EE UU dispuestos a asumir obligaciones creativas y pacíficas hacia Haití? ¿Con quiénes, por cuánto tiempo, bajo qué conjunto de normas? La respuesta no puede ser instantánea como el Nescafé. Requiere paciencia. Pero la paciencia es la primera víctima de una invasión a Haití.
La paciencia -como la pidió una vez Clinton para Vietnam consiste en insistir en las iniciativas políticas, la imaginación diplomática, las sanciones y otros actos que aíslen a la junta, al tiempo que se aprieta la soga económica alrededor de su cuello. Las sanciones están hiriendo a Haití. A su pueblo en primer lugar, es cierto, pero ahora también a la élite que acaba de perder su último hilo de contacto exterior al suspenderse los vuelos de Air France y cerrarse la frontera dominicana.
Una oportunidad para la paz, pidió Clinton en los sesenta. Una oportunidad para la diplomacia y las sanciones, debería, también, pedir en los noventa.
En vez, las Naciones Unidas, presionadas por los EE UU, han sido pervertidas para santificar una resolución ad hominem que fue cocinada por los EE UU y sólo satisface preocupaciones de los EE UU. Si el sonoro rugir de los cañones de Manhattan logra desalojar a la junta, alguna bondad habrá que atribuirle a esta precipitada acción. Pero aun en este caso, el Consejo de Seguridad aparece obediente a la voluntad de los EE UU, viola su propia Constitución y aplaza la urgente reforma de las instituciones internacionales. Creadas en San Francisco en 1945, éstas ya no corresponden a la nueva situación internacional.
Hay más. La victoria norteamericana en el Consejo de Seguridad ha revelado hondas divisiones entre EE UU y la América Latina. Venezuela, Colombia y México se han opuesto a una medida que puede sentar un fatal precedente para el siglo venidero: el derecho de los EE UU a intervenir en América Latina, ahora sancionado por la ONU. Si ocurre una vez, puede ocurrir dos, tres, o cien veces. Brasil se abstuvo. Argentina, para vergüenza del Gobierno de Menem, votó a favor, acaso para restaurar su prestigio militar desteñido tras el debacle de las Malvinas.
Esto quiere decir, que por lo menos tres cuartas partes de América Latina se opusieron a una medida que sienta un peligroso precedente, divide al hemisferio y es un oscuro prólogo para otra mal concebida iniciativa del presidente Clinton: la cumbre hemisférica convocada para este diciembre en, of all places, Miami.
La Administración Clinton carecía de política en América Latina. Para muchos esto era un alivio: mejor ninguna política que la mala política seguida por los Gobiernos de Reagan y Bush. Ahora, en un acto de reversión casi genética, los EE UU vuelven a fabricar una mala política. Debemos estar alertas en ambos lados de la frontera continental, borrada cada día más por los imperativos del trabajo, el comercio, la cultura y la migración, pero, por ello mismo, cada vez mas requerida, como frontera de encuentros, de reglas claras y procedimientos justos para administrar nuestra relación.
Sólo podemos encarar el futuro dentro de un convenio aceptado por todos. La próxima inauguración de César Gaviria, un político realista, pragmático, pero también visionario, como secretario general de la OEA, ofrece un rayo de esperanza.
La cooperación como norma, las sanciones como excepción, la voluntad política y la imaginación diplomática como fuerzas motoras. Y la paciencia. A este conjunto de valores se deben dos éxitos de la vida internacional: la paz en el Medio Oriente y la democracia en África del Sur. La precipitación, el desdén hacia las leyes, la falta de sabiduría diplomática condujeron, en cambio, a Vietnam y el horror que Clinton denunció hace un cuarto de siglo.
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