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Miles de refugiados comienzan a volver a una Ruanda vacía y hambrienta

Enric González

ENVIADO ESPECIAL En los campos zaireños anidan el horror y el miedo. Volver a Ruanda es impensable, se dicen unos a otros, porque el nuevo Gobierno ha ordenado que se arranque los ojos a todo el que regrese. Pero hay quien prefiere el riesgo antes que la muerte lenta del hambre y la disentería y unos 100.000 refugiados han emprendido ya el camino de vuelta. Al otro lado de la frontera no hay, por ahora, otros peligros que el vacío, la misma disentería que en Goma, la misma sed y aún más hambre.

"Dígales que me ayuden, por favor", tartamudea Alphonse en un francés rudimentario. Alphonse está en la cola del dispensario de Rubavu, en Ruanda, apenas a tres kilómetros de la frontera con Zaire. Volvió a su casa de Ruhengeri (Ruanda) el lunes "porque mis manos están limpias, y no debo temer nada del Frente Patriótico Ruandés".La casa, una chabola de labriego, estaba como la dejaron. Pero su esposa y sus tres hijos cayeron agotados tras una caminata de 30 kilómetros, cargados pon agua y enseres. Se consumen de diarrea y deshidratación y Alphonse no puede llevarles hasta el dispensario de Médicos sin Fronteras. "Dígales que me ayuden", repite, "que vengan a buscarlos con un coche y los traigan al hospital, por favor. Por favor".

Moinia Nicolai, la jefa del dispensario, no puede hacer nada por Alphonse: "Hay decenas de casos como ese y no disponemos de automóviles. Bastante tenemos con las 400 o 450 visitas diarias y los 100 enfermos, todos muy graves", explica. Entre los enfermos los seis miembros de una familia en cuya casa quedó una mina de la guerra. "Están todos muy, muy mal". ¿Para morir? Gesto afirmativo.

Los muertos son el principal problema de Moinia, un ángel holandés que ya ha pasado por Sudán, Angola y Liberia. Grande, joven, rubia, sonriente, la doctora no sabe qué hacer con los 15 cadáveres que guarda en el patio trasero bajo un montón de piedras. "El suelo es roca pura y no tengo a nadie para hacer una zanja decente. Hemos pedido ayuda a Naciones Unidas y a la Cruz Roja, pero es difícil encontrar obreros en Ruanda", dice.

El Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR) ofrece camiones a los que, contra la opinión general (se han ido 100.000, frente a los más de 900.000 que permanecen en Zaire), quieren reemprender su vida allí donde la dejaron. Pero la mayoría, por miedo, opta por pasar clandestinamente la frontera. El ACNUR contabiliza unos 1.400 regresos diarios oficiales, pero estima el número real en más de 5.000.

Los que vuelven ascienden penosamente las cuestas de Ruanda, un país que fue superpoblado y ahora está desierto, cargados con fardos inverosimílmente grandes. Son niños y mujeres, en su mayoría, los que en principio tienen menos que temer frente al FPR. Los soldados no les molestan, al menos en la carretera. Cuando llegan al siguiente dispensario de Médicos sin Fronteras, en Mugingo, unos 60 kilómetros hacia el interior, sus pies son puras llagas.

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El FPR no molesta

En Ruhengeri, a 100 kilómetros de la frontera, ya a medio camino de la capital, Kigali, se acaba de instalar un tercer dispensario de Médicos sin Fronteras. Aún no hay doctores, sólo seis enfermeros y enfermeras que trabajan contra el reloj desde el miércoles con la ayuda de una decena de empleados locales.

Los sanitarios coinciden en que los soldados del FPR dejan hacer y no molestan. "A todos los ruandeses que pasan por aquí les preguntamos si saben de algún abuso, de algún asesinato y nadie ha visto nada. Quizá ocurran cosas lejos de la carretera", dice Kathy, de Mugingo, "pero no tenemos esa impresión".

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