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El cielo se cae

Rosa Montero

No sé qué opinarán ustedes, pero yo me he quedado sumamente agobiada desde que ese cometa suicida, el Shoemaker-Levy 9, tuvo la ocurrencia de estrellarse contra Júpiter. Nada menos que 21 fragmentos del cometa agujerearon al planeta gigante, y el impacto mayor abrió en sus nubes re motas una herida del tamaño de la Tierra. Las cifras que manejan los científicos son espeluznantes: hablan de ex plosiones de seis millones de megatones, de bolas de fuego a 4.000 grados. No tengo ni idea de cuánto será todo eso, pero seguro que es muchísimo: magnitudes que llegarían a superar la medida de tus peores imaginaciones. Aún ahora, y hasta finales de agosto o principios de septiembre, seguirá lloviendo polvo cósmico sobre Júpiter. Tan sólo ese polvillo de nada, pienso yo, nos haría a los humanos fosfatina. O sea, imaginen por un momento que, en vez de desplomarse en dirección a Júpiter, el Shoemaker-Levy 9 hubiera tenido la peregrina idea de suicidarse encima de nosotros. Teniendo en cuenta las dimensiones del espacio y del tiempo, hemos estado lo que se dice a un tris de la catástrofe. Es como si el asesino del tren hubiera asesinado a nuestro vecino de litera, por poner un ejemplo. La Tierra no hubiera sobrevivido a semejante impacto.Para mí es la gota final, sinceramente. Ahora, además del calor y la corrupción, de Salanueva fingiendo la voz de la Reina, Felipe anclado al puesto y otras desventuras más personales, tales como que tu jefe te ignore y tu amante no te ame, que te duelan las muelas o que comprendas, un atardecer definitivo, que ya nunca vas a ser lo que un día soñaste; ahora, digo, además de todos esos pequeños cataclismos que hay que soportar día tras día, resulta que hemos descubierto que, para colmo, se nos puede caer un cometa en la cabeza. Es demasiado.

Alguno puede argumentar astutamente que, con lo inmenso que es el Universo y lo dilatada que es la línea del tiempo, resulta estadísticamente imposible que vuelva a desplomarse un cometa por estos andurriales en lo que nos resta de nuestras brevísimas vidas, y ni tan siquiera en las vidas de nuestros hijos, nietos y bisnietos. Pero las estadísticas no son nada seguras. Por ejemplo, conozco a un tipo que ha tenido dos accidentes de avión, accidentes de verdad morrocotudos, con muertos y todo. Ahora sigue montando en avión el muy insensato porque dice que, si bien el segundo siniestro ya fue una casualidad harto improbable, sufrir un tercer accidente sería en su caso una imposibilidad estadística absoluta.

Él está tan confiado en sus cuentas y sus cuentos, pero yo recelo. Y es que también conozco a una señora que sacó cuatro veces seguidas el número 7 en la ruleta del casino de Biarritz. Imaginen ustedes dónde quedó esa pobre estadística, arrinconada, amedrentada y traicionada con el simple empeño repetitivo de una humilde bolita de metal. Quizá piensen ustedes, en fin, que al menos en este ejemplo último me he puesto optimista; que, pese a intuir todo tipo de calamidades y zozobras, he citado una ocasión en la que el azar fue favorable al indefenso ser humano. Pues no, nada de eso, porque la señora en cuestión insistió en apostar una quinta vez todo su capital a un pleno del 7, y como era de prever salió el 22, cumpliéndose una vez más ese principio fundamental del pesimismo que reza que, si existe la más pequeña posibilidad de que una situación empeore, las cosas irán por ahí irremisiblemente, con esa tozudez y ese deleite que parecen poner las malditas cosas en estropearse.

Quiero decir que el mundo es muy grande y los humanos somos muy pequeñitos, y que siempre hemos tenido, desde los principios de los tiempos, el temor mágico y simbólico a que se nos desplomara el cielo sobre nuestras cabezas. Y ahora al fin hemos visto, horror, que eso es posible.

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