Serie negra
Estaba leyendo en la estupenda indolencia del calor una novela de Sue Grafton cuando me llegó la noticia de la última hazaña perpetrada por los gudaris de la patria vasca en una plaza de Madrid por la que he pasado muchas veces, una de ellas guiado con afectuosa erudición, por Juan Eduardo Zúñiga, que me mostró cerca de allí el balcón donde Larra se quitó la vida, y que me iba explicando según caminábamos los nombres de las calles y hasta la antigüedad de ciertas normas municipales que regían hace siglo y medio la disposición de los barrotes de os balcones.Cuando transita por Madrid, Juan Eduardo Zúñiga, que ha contado como nadie el heroísmo y la fantasmagoría de la ciudad en los años de la guerra, ve simultáneamente las calles de ahora mismo, las de sus recuerdos de juventud y las de las crónicas municipales que ha leído en los libros. El viernes pasado, la plaza de Ramales de Madrid se convirtió durante unas horas en uno de esos teatros súbitos de horror que irrumpen en los relatos de Zúñiga, con sacudida sísmica de bombas, balcones reventados y seres humanos que unos segundos antes de la explosión respiraban y vivían cumpliendo sus tareas diarias y un segundo después ya eran miembros amputados y trozos de cadáveres mezclados con los cascotes y la chatarra negra de los coches.
A los gudaris les gusta de vez en cuando bajar a Madrid a practicar la lucha armada. La lucha armada consiste en estacionar un coche lleno de explosivos y metralla en alguna plaza tranquila de Madrid, y en oprimir desde lejos el botón de un mando a distancia, provocando unos minutos de desastre al cabo de los cuales un cierto número de vidas habrán sido destrozadas para siempre. Luego uno se retira a descansar durante unos días, regocijándose al ver las imágenes de la matanza en los telediarios y oír los comunicados de enérgica condena. Mientras yo leía en la mañana del viernes una aventura de la detective Kinsey Milhone y escuchaba de lejos y sin hacer mucho caso el motor de un helicóptero y las sirenas de los coches policiales y las ambulancias, los gudaris escucharían tan confortablemente como yo esos mismos sonidos y se felicitarían patrióticamente entre sí, deseando que las cosas se tranquilizaran a fin de irse cuanto antes de esa ciudad a la que odian y desprecian tanto y en la que tanta muerte y dolor han sembrado en las últimas décadas.
La lucha armada es matar a destajo a quienes no pueden defenderse y recibir el respeto y la solidaridad de los Vecinos de uno, sobre todo si uno tiene la mala suerte de que lo detengan, lo juzguen y lo lleven a la cárcel, en cuyo caso, y de acuerdo con el untuoso obispo Setién, uno se convertirá en honorable preso político. La lucha armada es acercarse por detrás a un jubilado, ponerle una pistola en la nuca, reventarle el cerebro y marcharse caminando a paso vivo, a no ser que haga falta rematar al caído. Ni para la víctima ni para su familia habrá ya redención posible. El verdugo, en cambio, puede esperar desde la simpatía de los suyos hasta la hospitalidad de algún sacerdote bondadoso, así como las rápidas ventajas de la llamada reinserción social (la lucha armada también es un siniestro juego de palabras).
La lucha armada es que se pueda matar y ser detenido y condenado a 100 años de cárcel y salir de ella en menos de dos, porque éste es un extraño país en el que los asesinos gozan de privilegios y honores y las víctimas son ocultadas como si dieran vergüenza, y en el que al no cumplirse ninguna ley tan sólo prevalece la ley canalla del más fuerte. En un país así, donde la realidad es un espectáculo diario de serie negra, se le debilita a uno el gusto por las novelas policiales, en las que aún suele perdurar una cierta idea de la legalidad y de la justicia, de la diferencia entre los criminales y los inocentes, entre la delincuencia y la honradez.
Nos gustaban los detectives privados porque sus aventuras eran al mismo tiempo novelas de caballerías y enigmas de ajedrez. Kinsey Milhone, la heroína de los misterios alfabéticos de Sue Grafton, es una investigadora que corre tres millas todas las mañanas, se preocupa por el nivel, de grasa y de colesterol en los alimentos "y bebe Diet Pepsi. Aunque no comparte las costumbres tóxicas de Philip Marlowe o del agente de la Continental, héroes arcaicos de la cirrosis hepática y el cáncer de pulmón, Kinsey Milhone tiene en común con ellos que se juega la vida para descifrar un asesinato y averiguar el nombre del culpable.
Ahora sabemos que esas indagaciones de las novelas ya no tienen sentido en la realidad. Los asesinos no se esconden en el anonimato ni en la sombra, y a. los culpables no hace falta ninguna astucia para descubrirlos. Salen de la cárcel entre los flashes de los fotógrafos y la maraña agresiva de micrófonos y pequeños casetes de los reporteros, y desconocen el remordimiento de un modo mucho más radical que los malvados más inverosímiles del cine. En los thriller en blanco y negro de los años cuarenta el iracundo pistolero James Cagney solía morir al final enmedio de un paroxismo de expiación y disparos de armas automáticas. Con un poco de suerte, un pistolero de ahora puede ser nombrado hijo predilecto de su aldea natal. Hace unos días, en la sección de cartas de este periódico, el hijo de un guardia civil asesinado por los virtuosos gudaris escribía palabras secas y exactas, sin consuelo posible, sobre el abandono y la humillación a que se somete a las víctimas mientras los verduros se pasean impunes, héroes de la lucha armada, piezas valiosas en un juego de codicia y de trampas políticas. La novela negra de la realidad se ha vuelto demasiado siniestra para ser tolerable. Para imaginar que es posible que los justos prevalezcan sobre los canallas y que el crimen reciba su castigo, yo tiro el periódico y apago el televisor y me refugio en la lectura de una novela policial.
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