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La vida en el fondo de una fosa común

Los soldados franceses salvan milagrosamente a un niño ruandés de ser enterrado vivo

El soldado francés se quedó atónito al descubrir un ligero movimiento en uno de los cuerpos que acababa de lanzar mecánicamente al interior de una fosa común en el campo de refugiados de Goma, en Zaire, justo en la frontera con Ruanda. Protegidos por guantes de goma, los soldados arrancaron del fondo de la franja una diminuta forma humana, muy delgada, entre decenas de cadáveres muertos a traición por el cóIera y por el agotamiento."No puedo creérmelo. Está más allá de mi imaginación", exclamó uno de los franceses, mientras que sus ojos giraban desorbitados detrás de la mascarilla, esa que les malprotege de las enfermedades y de los olores fétidos. El chiquillo fue milagrosamente recuperado unos segundos antes de ser cubierto para siempre por una sórdida arena volcánica, de color oscuro, empujada como un rastrillo gigante por una excavadora humanitaria.

Algunos de los 2.500 soldados de la Operación Turquesa han cambiado de oficio en los últimos días; ahora son enterradores de miseria y dolor, la peor de las guerras en la que lucharán nunca.

Los que descubrieron al niño se turnaron para arrullarle con afanes de niñera para revivirlo. Golpeado por el cansancio y la deshidratación, los ojos del chiquillo se abrieron con parsimonia, como un telón. Pronto recuperó la consciencia suficiente como para darse cuenta de la perplejidad con la que le miraba un grupo de sorprendidos curiosos.

Una enfermera trató de alimentarle con agua mineral y antibióticos machacados, pero el niño, que los expulsaba convertidos en espuma, parecía incapaz de tragarlos, Entonces empezó a llorar en un hilo de voz, apenas audible. Los enterradores ruandeses, que apoyan a los soldados en las labores más duras, se acercaron a preguntarle por su nombre. El niño dijo llamarse Dibadirigwa en un murmullo. No tiene madre. La perdió recientemente tras huir despavorido, como otros muchos, del noroeste de Ruanda, de su pueblo, Mubura.

Dibadirigwa, de cinco años, debe de haber andado perdido durante días, errante entre miles de refugiados, sin nadie a quien acudir. Seguramente enfermó como otros muchos hasta que, exhausto, cayó como un fardo a un lado del camino, allí donde los muertos se quedan inertes a la espera de que los camiones de recogida los aúpen como si fueran bolsas de basura para arrojarlos al fondo de una fosa común.

El chiquillo, especulaban los enterradores, debía de estar tan débil que apenas pudo gemir y le confundieron con un muerto.

Los trabajadores humanitarios que se agolpan en Goma calculan que cerca de 3.000 personas mueren cada día en estos campos de refugiados. Es frecuente que se confundan los cadáveres con formas de agotamiento o enfermedad que los deja pacientemente inmóviles en espera del suspiro final.

El futuro de Dibadirigwa aún no se ha aclarado. Por el momento, los soldados franceses que le rescataron del fondo de la fosa lo han adoptado. Tras cubrirle con una bolsa de plástico y colocarle en un todoterreno entre cajas de munición, le llevaron a su hospital cercano al aeropuerto de Goma. Los orfanatos de esta localidad fronteriza están repletos. En ellos viven más de 4.000 niños desamparados, sin familia. Dibadirigwa, en el peor de los casos, será ahora uno de ellos.

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