En el harén de Mustafá
Vive y reverdece Rossini, cuya obra no abandonó los escenarios desde hace casi dos siglos. Su teatro, en cuanto tal, no parece fenómeno especialmente implicable en la problemática contemporánea y ahí está el libreto de La italiana en Argel para demostrarlo. Quizá debiéramos controlar los chaparrones literarios que amenazan la natural recepción de las invenciones de Rossini, "el único músico verdaderamente grande que he encontrado en París", como dijo Wagner.Contribuye sin duda a la nueva emergencia rossiniana el trabajo de la fundación Rossini de Pesaro al que se entregaron, desde hace 25 años, hombres competentes como Alberto Zedda o Azio Corghi, responsable de esta edición de La italiana en Argel. Labor meritoria que, además, ha restituido y aumentado notablemente los derechos de alquiler de material sobre las obras del grande, gordo y comilón cisne de Pesaro.
La italiana en Argel
La italiana en Argel, de Anelli y Rossini. Producción de Montecarlo, 1990. Dirección musical. A. Zedda. Dirección: A. Fauró. Dirección escénica: Pier Luigi Pizzi.Teatro de la Zarzuela. Madrid, 16 de julio.
La italiana en Argel, ópera bufa al gusto de las turquerías procedentes del siglo anterior, se estrena en Venecia el 22 de mayo de 1813; en 1815 ya está en Barcelona y en agosto de 1816 en el teatro del Príncipe de Madrid para festejar el matrimonio de Fernando VII con Isabel de Braganza. Vuelve a nuestros escenarios varias veces hasta que en 1856, la Borghi-Vietti y Carlo Galvani lo cantan por vez primera en el Real.
La de ahora mereció el aplauso del público e incluso su sacrificio al encerrase en la Zarzuela a mediados de julio. En el reparto sentimos la ausencia de Teresa Berganza, nuestra gran rossiniana, de la que nos compensó, en parte, el arte de buena ley y la facilidad para las coloraturas de la uruguaya Raquel Pierotti, al lado de ese incomensurable artista que es Ruggero Raimondi, capaz de ennoblecer hasta el humor más elemental de la clara voz de tenor ligero del americano Gregory Kunde y de la potente y bella materia y el arte escénico, a veces un poco exagerado, de Carlos Chausson, sin olvidar a María José Sánchez, Itxaro Mentxaka y López Galindo.
Todo el desarrollo de la representación se benefició del alma alegre que Alberto Zedda impone a la continuidad, aun descuidando la calidad sonora y, por momentos, la exactitud de los conjuntos. La producción, escenarios y trajes de Pier Luigi Pizzi, ideada para Montecarlo hace cuatro años, respondió al mismo espíritu verdaderamente inmerso en la traída y llevada "locura organizada" de Stendhal. Lo más precario fue el movimiento escénico, lastrado por la gestualidad ritmada del conjunto y, en general, un tanto provinciana. La música de La italiana sorprende, especialmente en la orquesta, más moderna y expresiva, más herida de melancolía de lo que era usual en el joven Rossini.
Con todo, la temporada de la Zarzuela se cerró dentro de unos niveles aceptables, aunque pienso que el futuro Teatro Real deberá picar bastante más alto en todos los sentidos. De otra manera, no valdría la pena ni la larga espera ni el creciente gasto.
La existencia de una verdadera ópera, reside en su mismo ser antes que en la casa que habite y esto es lo que deberíamos tener ya suficientemente claro, antes incluso que los planos, las visitas y los nombramientos individuales y colectivos. Mientras tanto, Rossini perdura, condición característica del auténtico genio.
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