¡Harvey Keitel!
La media docena de películas que ha dirigido el neoyorquino Abel Ferrara a lo largo de los últimos 15 años no han llegado -aunque la intensa El rey de Nueva York, de 1990, alcanzó mayor audiencia que la habitual en películas off-Hollywood y rompió los guetos de los circuitos minoritarios de cine de arte- al público español. De ahí que el estreno de Bad liuetenant, otra obra muy intensa, tenga aquí el valor de una impagable aunque algo tardía revelación, pese a que su reclusión en Madrid en un sólo cine siga condenando a esta película al cerco de complicidad cinéfila y al malditismo de salón insgnificancias que no se merece, aunque sóla sea por la creación que Harvey Keitel logra en ella y que, por ser uno de los trabajos mas arriesgados, desmesurados y conmovedores de un intérprete en el cine reciente, concierne y pertenece a todos.Seguir el dantesco y tumultuoso itinerario del policía Keitel a través de los vericuetos de Manhattan y New Jersey, en un viaje al mismo tiempo físico, moral, mental y metafórico, jalonado -y es este un brillantísimo hallazgo de escritura, que da vértebra y sostiene una secuencia con altibajos en la línea de interés y de carga emocional- por una escalada obsesiva de apuestas en los siete partidos de la final de un campeonato de baseball de Estados Unidos, en la que Keitel se va jugando todo lo que tiene y lo que no tiene, incluido el pellejo, es una hazaña cinematográfica que deja huellas en la memoria.
Bad lieutenant
Dirección: Abel Ferrara. Guión: Zoe Lund y Ferrara. Música: Joe Delia. Fotografía: Ken KeIsch. Estados Unidos, 1992. Intérpretes: Harvey Keitel, Victor Argo, Paul Calderone, Leonard Thomas, Robin Burrows, Frankie Thorn, Victoria Bastel, Paul Wipp. Estreno en Madrid: cine Rosales, en versión original subtitulada.
La cámara de Ferrara se pega con humildad a la espalda de Keitel y en ocasiones casi se Iimita a seguirle, aceptando su superioridad, con la concisión propia, del cine de calle derivado de la tradición underground neoyorquina de los años cincuenta y sesenta. El acoplamiento entre el actor y la cámara parece que no tiene fisuras, al menos que chirríen, y es un buen ejercicio de abordaje en una pantalla de cuestiones mayores con mínimo esfuerzo.
Cuestiones mayores. Y dentro de estas, una serie de imágenes, situaciones y metáforas envueltas en la metáfora por excelencia del infierno urbano: la droga y su condición de ceremonia suicida lenta y sumergida; su condición de signo de la quiebra de este tiempo; los eslabones subterráneos de la cadena que la convierte en una forma de gozo y de muerte, inevitable en sentido trágico. La droga y sus ritos: la interconexión entre estos ritos y la corrosión de los comportamientos, la profanación, la blasfemia, el deterioro, la erosión del horizonte de vivir, la violencia desatada hasta la obscenidad y la muerte, que es la cumbre de la crispación y el comienzo del apaciguamiento de una escalada febril hacia la autodestrucción, que es el cauce donde se mueve este bello y atroz relato.
Llenan la película los elementos de una tremenda y a veces tremendista empanada mental que, pese a su condición de batiburrillo, funciona mejor que bien, sobre todo gracias a la simplicidad de la puesta en escena de Ferrara y a un elemento aglutinador del rosario de negruras: el rostro ofensor y ofendido, homicida y suicida de Keitel, en una creación literamente desesperada y sublime, capaz de dar, en medio del infierno donde deambula a la deriva, una repentina bofetada de ternura y de amor absolutos. Escenas como la conversación con la monja violada, el desenlace de la persecución de Keitel a los violadores de esta, el terrible toma y daca entre él y las dos muchachas ante las que se masturba; y otras muchas lindezas por el estilo, son resueltas por Keitel con un talento contagioso, conmovedor y desmedido, que le convierte en el creador máximo del esfuerzo global de creación de este filme, y que hay que situar muy por encima de todo cuanto le acompaña, el talento de Ferrara incluido.
Babelia
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.