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Castro o el discurso agotado en Cartagena

A Cartagena de Indias llegó Castró cargado, de extrañas razones que no convencieron a sus colegas. Era la oveja negra en medio de un rebaño de demócratas. Por eso necesitaba explicarse. Ni siquiera él puede dar un puñetazo sobre la mesa y gritar que aquí-se-hace-lo-que-a-mí-me-da-la-gana. La testiculocracia no funciona. (Orquicracia dicen los más cultos). Hacía falta un discurso, una cierta racionalidad, una manera lógica de sustentar las acciones. En las sociedades totalitarias apenas tiene importancia que la doctrina sea cierta o falsa -porque a nadie se le consulta sobre su veracidad-, pero no se puede prescindir de ella.Castro sabe, por ejemplo, que Cuba hoy es víctima de la mayor miseria económica, y a estas alturas ya debía haber descubierto que es imposible aliviar la penuria si no renuncia a su ineficiente sistema de producción y si no acepta cambios políticos profundos en dirección de la democracia -porque si no lo hace los gringos no levantarán el embargo y no van a fluir los créditos y los capitales que el país necesita urgentemente-, pero su talante autoritario y su soberbia personal le impiden plegarse a la evidencia. Su inteligencia es víctima de sus emociones.

¿Cómo se enfrenta Castro a esta contradicción? Pues como todo el mundo: parapetándose detrás de una coartada moral mientras esgrime un puñado de falacias. Racionalizando su terquedad hasta hacerla parecer como una posición firme y coherente.

La coartada moral tiene que ver con las virtudes intrínsecas del estoicismo. Hay que aferrarse al modelo comunista como los rusos se aferraron a las trincheras de Stalingrado o los celtíberos a las murallas de Numancia. "Primero la isla se hundirá en el mar antes que abandonar el comunismo", continúa repitiendo como un obseso, mientras la isla, realmente, se hunde, aunque no en el mar, sino en el hambre, las enfermedades y la desesperanza.

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¿Para qué esta cruel hazaña de destruir un país con el objeto de evitar que adopte el modelo democrático de gobierno y el sistema capitalista de producción? Cinco son los argumentos que Castro propone (¿impone?) para justificar su política suicida.

El primero tiene que ver con el pluripartidismo y la esencia de la cubanidad. Es el argumento étnico. En Cuba no puede haber otro partido que el comunista, Castro dixit. Si se abriera el abanico de participación, por esa brecha se colarían los enemigos yanquis, con el pérfido auxilio de los traidores locales y los vendepatrias de Miami, y la "nación" estaría en peligro de desaparecer en medio de una especie de pesadilla houdinista.

Es curioso que quien esto afirma, en otros textos y en otras tribunas suele hacer la. apología del fiero nacionalismo cubano, supuestamente acrecentado por 35 años de reafirmación revolucionaria. ¿En qué quedamos? ¿Estamos ante un pueblo de maduros revolucionarios, orgullosos de su país y de su historia, o estamos frente a una muchedumbre sin identidad ni autoestima, que sucumbirá ante las primeras trampas que le tenderá el codicioso vecino imperialista? Y "los de Miami" ¿formarán un partido apátrida y traidor? Es difícil creerlo. ¿Lo han hecho los chicanos en México? ¿Lo han hecho en sus países los colombianos o los dominicanos asentados en Estados Unidos? ¿Por qué va a desaparecer la nación cubana si la sociedad elige entre diversas opciones? Esa es una manipulación idiota.

El segundo argumento de Castro es de naturaleza jurídica: los cubanos tienen el derecho a optar por un sistema político diferente al del resto de casi todo el planeta, y nadie está autorizado a impedirlo o a tratar de modificarlo. Con este criterio, Castro cava una trinchera en el mundo del derecho. Apela a la soberanía. Pero, obviamente, estamos ante una flagrante contradicción: ¿cómo puede invocarse la soberanía popular en un país donde sólo se autoriza la existencia de un partido y el que manda en ese partido es una sola persona? ¿Cómo puede hablarse de voluntad soberana allí donde no se puede elegir entre diversas opciones? Voluntad soberana implica necesariamente multipartidismo, pluralidad. No son los cubanos los que han elegido vivir en una dictadura comunista. Es el cubano, uno solo, el que ha tomado la decisión en nombre de todos.

El argumento económico Castro lo trae al reñidero de la mano de una triste combinación entre el error intelectual y el disparate ideológico. Para Castro -y así lo ha dicho un buen número de veces- es impensable el retorno al capitalismo porque %a cuál capitalismo se refieren, al de Bélgica o al de Haití?". Y luego sigue la afirmación más lastimosa, insólita en una persona bien informada: "Porque a Cuba le asignarán el capitalismo de Haití o de Bangladesh, no el de Suecia o Japón".

La confusión es natural. Alguien, como él, acostumbrado a decirles a los demás cómo tienen que comportarse o qué deben hacer, no puede entender que la esencia de la economía de mercado y de la democracia liberal radica en que primero los individuos y luego el conjunto de la sociedad tienen la capacidad para decidir si quieren comportarse como los suizos, como los comunistas serbios o como los bosquimanos de Australia. Y de la misma manera que nadie ha impedido a los chilenos iniciar un impresionante despegue economico, o a los costarricenses comportarse democráticamente durante 100 años, nadie -salvo los propios cubanos- le "asignará" a Cuba el triste papel de Haití (o el brillante rol de Suiza) si la isla ál fin consigue cambiar de sistema. Si los cubanos se comportan políticamente como los uruguayos, tendrán una democracia. Si se comportan en lo económico como los taiwaneses, lograrán un milagro económico. Pero sólo ellos tienen la capacidad de decidirlo.

Y si absurdo resulta el argumenteí económico, el social no le va a la zaga. De acuerdo con Castro, el fin del comunismo significaría el fin de las "conquistas revolucionarias", entendi éndose por esto la terminación de los extendidos sistemas de salud y educación- con que cuenta el país.

En primer término, resulta patente que lo que a todo galope está liquidando las conquistas de la revolución no es la amenaza de la democracia, sino la propia naturaleza de la crisis económica, como revela un panorama de hospitales y escuelas sin luz eléctrica, o sin transporte para que los usuarios puedan, acceder a ellos, pero al margen de esa verdad de Perogrullo, hay un razonamiento mucho más poderoso en contra del criterio de Castro: precisamente porque en Cuba hay 50.000 médicos y un alto nivel de escolaridad, es que hay que apelar al vigor de la economía de mercado para poder continuar el sostenimiento de esos servicios. Antes, mientras los soviéticos aportaban 5.000 millones de dólares de subsidio anual, se podía descansar en esa ayuda y vivir dentro del terriblemente ineficiente modelo comunista, pero, una vez desaparecida, sólo el capitalismo -si se hacen bien las cosas- es capaz de generar la enorme riqueza que se necesita para sostener unos sistemas de salud y educación de país desarrollado.

El más débil -y a estas alturas el menos utilizado de los argumentos- es el ético: Castro no abandona la dictadura comunista de partido único porque la democracia y la economía de mercado traerían otra vez la corrupción, el juego o la prostitución, situación que, aparentemente, ya conoció la isla de Cuba en el pasado.

Francamente, es difícil defender la superioridad ética de un país recorrido por legiones de jóvenes prostitutas que persiguen a todos los turistas, lleno de prisioneros; un país del que anualmente (y a riesgo de sus vidas) intentan escapar miles de personas desesperadas. Es difícil pensar que hay más dignidad en la hipocresía obligada que en la libertad de conciencia. En la delación que en el respeto por las ideas ajenas. En el envileci miento que significa vivir per manente -y necesariamente- en la ilegalidad del mercado negro y en el robo montado sobre las espaldas de los ciudadanos, frente a la posibilidad de abrirse paso con el esfuerzo propio.

¿Sirve de algo -en fin- desmontar la defensa ideológica del castrismo? Yo creo que sí. La fuerza pura y dura nunca alcanza para mantenerse en el poder indefinidamente. Hace falta un discurso. Y el de Castro está totalmente agotado.

Carlos Alberto Montaner escritor y periodista, es presidente de la Unión Liberal Cubana,

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