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Tribuna:
Tribuna
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La crisis institucional

El partido en el Gobierno, con la ley del embudo que suele aplicar, había lanzado en la campaña dos mensajes incompatibles. El primero, por si las perdía, que las elecciones lo eran al Parlamento Europeo, sin repercusiones directas en la política nacional, y el segundo, para el caso de que las ganase, o por lo menos que el descenso no hubiese sido excesivamente llamativo, que el que tendría que sacar las consecuencias sería Aznar. Un comentarista de este periódico, que ha venido defendiendo al Gobierno sin reparar en el ridículo, vaticinando lo peor, llegó incluso a escribir que sólo en España se cometía el error garrafal de votar en clave nacional en unas elecciones europeas.El hecho es que los europeos han votado en todos los sitios desde los supuestos de la política interna, y menos mal, porque si conocieran las competencias del Parlamento que eligen, incluso con los pocos añadidos del Tratado de Maastricht, se hubieran quedado en casa. En cada uno de los 12 países comunitarios, la mayor o menor participación en Holanda, Portugal y Reino Unido no ha pasado del 36%-, así como los resultados, únicamente se entienden leídos en contexto nacional: la mayor debilidad de las instituciones comunitarias proviene de la inexistencia de una sociedad europea que sea algo más, y sobre todo algo distinto, que la suma de las 12 o más sociedades nacionales: no se olvide que hay más naciones que Estados en la Unión.

Al no existir una sociedad europea, tampoco cabe perfilar entre posiciones netamente liberales y las corregidas por la democracia cristiana o por la socialdemocracia, que son las que hoy compiten en los países comunitarios, una tendencia dominante para el conjunto de Europa. Pues si en la oposición suben de manera espectacular los laboristas en Inglaterra, y con menos fuerza los socialistas en Portugal, e incluso estando en el Gobierno, como en Grecia, también detentándolo los socialistas sufren pérdidas en Bélgica, y ya muy considerables en España: en ambos países, la corrupción ha sido el factor principal que explica el descenso. De la misma manera cabe dar cuenta de las subidas y bajadas de la Democracia Cristiana, con la especial sorpresa de Alemania, donde Kohl posee el don de recobrar el resuello la víspera de cada elección.

Habrá, pues, como en el resto de los países de la Unión, que interpretar los resultados de las elecciones europeas desde una óptica interior. Y para ello, nada mejor que empezar por recordar a un pueblo tan olvidadizo como el español que el cuadro político lo sigue delimitando la crisis de Estado que levantaron los casos Roldán y Rubio, crisis que las elecciones aplazaron, pero de ningún modo han resuelto. Ahí sigue sobre el tapete una respuesta política, para evitar que termine por emponzoñar al sistema democrático en su totalidad.

Desde esta perspectiva , el avance espectacular del PP muestra que acertó al atreverse a sacar la consecuencia que se deriva de ambos casos, pedir la dimisión del presidente, sobre todo si se tiene en cuenta el más grave, que es sin duda el del hasta hace poco director general de la Guardia Civil, ya que resulta inconcebible sin una corrupción generalizada en el Ministerio del Interior, máxime cuando no ha tenido otro efecto que la dimisión de un ministro, pero, por favor, en razón de otro escándalo, la huida de Roldán y la incapacidad para localizarlo, hasta el punto que ambos sucesos parecerían incomprensibles sin ciertas ayudas o, por lo menos, la tolerancia pasiva del Gobierno. Asunción pagó su cuota de responsabilidad por la fuga de Roldán, ¿pero quién la asume por su nombramiento y, sobre todo, por haberlo mantenido ocho años, sin duda en una atmósfera de corrupción compartida, única explicación de que semejante conducta no levantase sospechas?

El PSOE ha recibido el tercer aviso al perder, nada menos, que 10 puntos, tanto en las europeas como en las andaluzas, pero por suerte no se ha derrumbado. Es ésta la segunda constatación de la que importa dejar constancia. No pocos temían que la gravedad de la crisis institucional que ha supuesto el comportamiento de la cúspide de la Guardia Civil y del Banco de España arrastrase consigo a todos los que lo han hecho posible. Ahora bien, si se hubiera producido el desplome electoral del PSOE, como en su día el de la UCI), las consecuencias hubieran sido gravísimas, no ya sólo para el sistema de partidos establecido, sino incluso para la democracia. Hay que congratularse de que no haya sucedido así y que, de producirse aún la alternancia a tiempo, cabe muy bien que el próximo presidente, sea cual fuere el partido o los partidos que lo apoyen, cuente con una oposición fuerte. La consolidación de la democracia en España exige que los cambios en la cúspide no provengan tan sólo del derrumbamiento electoral de un partido, sino que se produzcan como algo natural, propio de un régimen democrático, que sabe mantener un cierto equilibrio entre las distintas fuerzas políticas y sociales.

En su afán de mantenerse en el poder -cuando las cosas van bien, por eso, y cuando no, es cuando menos se puede tirar de la toalla, así que cuando vayan como en Cuba compartirá con Castro la impresión de ser absolutamente imprescindible-, González ha hecho añicos la política encaminada a evitar polarizaciones y extremismos, que parecía haber dictado su conducta en los primeros años de Gobierno. En esta y la anterior campaña no ha tenido el menor reparo en recurrir a los trucos más sucios, con tal de forzar la trágica polarización de las dos Españas, la de izquierda, única que tendría legitimidad para gobernar, y la de la derecha, invalidada por la historia para estos efectos. Como si aún viviésemos en los viejos tiempos, tilda el cambio democrático de factor de inestabilidad, o acude al mito franquista para tratar de frenar el ascenso de los contrarios. Ojalá no nos veamos obligados a tener que decidir quiénes son más franquistas, los del PP o los modos felipistas-guerristas a la hora de esforzarse por permanecer en el poder.

Lo que más me ha llamado la atención a este respecto es que el presidente rechace la posibilidad de dimitir, porque el hacerlo, de alguna manera, afectaría a su honor. Cierto que la cultura democrática, sobre todo la de la dimisión, están todavía poco extendidas entre la clase política de aluvión que tuvimos que improvisar a la muerte del dictador. Tal vez por ello no resulte ocioso distinguir tres tipos de dimisión, la que se debe a las razones que tuvo el señor Albero, ex ministro de Agricultura, al ser cogido con las manos en la masa, ciertamente nada honrosa; la que se deriva de aceptar las responsabilidades políticas por decisiones equivocadas, aunque de ningún modo culposas, como la dimisión de Solchaga, que en modo alguno afectan al honor. Y en fin, las dimisiones que resultan de consideraciones personales o éticas, al no poder asumir la política que se hace desde el Gobierno, como la de Garzón, que, por mucho que se haya intentado interpretar en clave de orgullo herido o de ambición truncada, honra al que sabe marcharse sin estar obligado a hacerlo, bien con el fin de marcar una pauta social o simplemente para vivir de acuerdo con la propia conciencia. No deja de ser significativo que el presidente no haya tenido en mente, de estos tres tipos de dimisión, más que el primero.

En tercer lugar -y es lo que más va a pesar en lo inmediato-, CiU, aun con escándalos de corrupción en que también se ha visto envuelta y la arriesgada política de sostener a un PSOE inválido, ha ganado votos. Pujol se ha visto confirmado en su política de aprovechar la debilidad del Gobierno central para avanzar en el proceso de autonomía de Cataluña, política tan legítima como adecuada para alcanzar sus metas. Nada hace pensar que la minoría catalana no seguirá apoyando al actual Gobierno, por lo menos mientras aporte frutos para el nacionalismo catalán y sea el PSOE el único que pierde votos.

Empero, el hecho de haberse quedado sin la mayoría absoluta en Andalucía podría complicar la coalición no formalizada con el nacionalismo catalán. El PSOE, de hecho, dividido entre los que apoyan la actual cooperación y los que preferirían una coalición con IU, que ha salido muy reforzada de la j ornada electoral, tendrá que aguantar otra vez las tensiones internas en este doble sentido. La política econó

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Ignacio Sotelo es catedrático de Ciencias Políticas de la Universidad Libre de Berlín.

La crisis institucional

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mica y autonómica que aporta el voto catalán no parece concordante con la que habrá que pactar con IU en Andalucía. La tentación de Anguita podría consistir en repetir desde Andalucía la conducta de Pujol, pero al tener contenidos opuestos, podría plantear el dilema de elegir entre la coalición con IU y la cooperación con Pujol. IU perdería su gran oportunidad si compatibilizara su apoyo en Andalucía con la política que en Madrid imponen los catalanes. No es presumible que lo haga.

Con la perspectiva de que, a la larga, con González sólo cabe un descenso cada vez más rápido, si antes no se han producido cambios importantes en el contexto político, según se acerquen las elecciones autonómicas y municipales, es probable que las tensiones en el interior del PSOE vayan en aumento, hasta el punto de que ya no cabe descartar el que se intente una renovación que implique deshacerse de González. Asumidas las responsabilidades por los casos de corrupción personal y partidarias -ambas se refuerzan mutuamente, sin los GAL no hubiera habido Roldanes, ni Filesas sin Guerras-, dentro de tres años el PSOE podría presentarse al electorado sin el lastre actual. El hecho, sin embargo, de que los Ederes de las dos tendencias organizadas, González y Guerra, estén igualmente señalados por los escándalos de corrupción, hace a su vez muy dificil esta escisión. González apuesta a que el tiempo traiga los dos frutos que necesita para continuar en el poder: el olvido y la mejoría económica. Como ha hecho hasta ahora, tratará de echar tierra sobre los que le atañen, señalando con el dedo, si fuera preciso, los de los demás. Y, en efecto, los partidos gobernantes, el PSOE, CiU y el PNV en sus respectivas autonomías, podrían echarse bastante basura a la cara, sin olvidar que el PP tampoco saldría limpio. La financiación irregular de los partidos inhabilita de hecho a las cúpulas partidarias, pero a nadie le parece hacedera, y no sé si hasta deseable, la renovación en pleno de la élite política, como habría que hacer si se mantiene la exigencia de pedir responsabilidades políticas por los escándalos acumulados.

Como no parece probable que se lleve adelante un proceso de verdadera depuración democrática y, mientras no se haga, la democracia española seguirá pudriéndose, importa mucho la actitud que adopte el PP, que sin caer en las trampas que le ponen -como plantear una moción de censura sin los votos suficientes para ganarla, lo que sólo serviría para legitimar al Gobierno-, no por ello ha de dejar de pedir la dimisión de González por el escándalo Roldán, sobre el que no cabe echar tierra sin que se pudra todo el sistema. Al PP le ha tocado la ardua tarea de tratar de regenerar el sistema, denunciando lo que haya que denunciar, aun al precio de no aparecer siempre puro e intocable, y a IU formular una política realista de democratización que no se pierda en los tópicos falsamente izquierdistas del pasado.

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