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Del estado de gracia al bonsái

El semanario francés Le Point del 23 de abril pasado colocaba a España en el "cuadro europeo del deshonor". La corrupción y los casos de Roldán y Rubio, este último, según el artículo, amigo personal de Felipe González, eran los principales soportes del oprobio. Desde entonces, este juicio exterior se ha generalizado con graves consecuencias para el prestigio español. ¿Cómo explicar tan dramático deterioro?En los últimos veinte años, España ha sido para los países posindustriales y democráticos objeto de inquietud y esperanza -el fin del franquismo-; tema de satisfacción y autocomplacencia -la transición democrática y la integración en la Comunidad Europea-, y, en los últimos tiempos, causa de desconcierto, perturbación, desengaño y finalmente despecho.

Dos son los hilos conductores de esas tres fases del ánimo occidental en relación con nuestro país: sus relaciones con Europa y la incorporación a los modos económicos, sociales y políticos de la modernidad.

. En cuanto al primero, Europa y la democracia han formado, en la vida política española posterior a la guerra civil, una pareja inseparable. Ni en los momentos más fervorosos de la neutralidad y el tercermundismo ha podido o querido la izquierda española renunciar a su vocación europea, ni consiguieron nunca los celadores de la hispanidad más radical (con lo árabe y lo americano dentro) vedar a la derecha española su destino europeo.

La oposición al franquismo constituyó a Europa, como luego sucedería con la oposición al imperio soviético, en arco central de su horizonte democrático, y ya no se apeó nunca de esa opción mayor.

La reunión de Múnich de 1962 -"contubernio" la llamó la prensa de la dictadura-, en la que el proyecto europeo hizo que se encontrasen, por primera vez desde 1939, los demócratas españoles del exilio y del interior, fue la expresión emblemática de esa opción. El PCE, ausente en Múnich, acabaría por incorporarse frontalmente a la causa de Europa y sería el primer partido comunista, mucho antes que el italiano, que formase parte de un Consejo Federal del Movimiento Europeo.

La autocracia normalizada en que se convierte el régimen franquista a finales de los años cincuenta, abierta a las inversiones extranjeras, a la emigración laboral y al turismo, con una cada vez más declarada economía de mercado, no podía tener otra meta geopolítica que su incorporación institucional a Europa. Cuando el Gobierno llama a la puerta de la Comunidad Europea en 1962, el franquismo, en parte como coartada y en parte como objetivo, está cumpliendo ese designio.

La convicción y la unanimidad europeas de los españoles -fuerzas políticas, sociedad civil y ciudadanos- y una suavísima entrada en democracia -brillante operación de travestismo de los herederos del general Franco, que consagró su botín y condonó sus fechorías políticas- fueron para las democracias occidentales, más atentas a los buenos modos del cambio que a su autenticidad, prenda de la fiabilidad y de la madurez cívica de los españoles. Luego nuestros gobernantes, entre la impericia y el deslumbramiento, serviciales, meritocráticos, se convirtieron en fieles yes-men de sus mentores europeos. Los términos de nuestra adhesión a la Comunidad Europea, en algunos aspectos tan desventajosos para nuestro país y cuyo coste real sigue sin hacerse, fueron consecuencia de cálculos políticos a corto plazo, pero sobre todo de esa actitud. Europeísmo, moderación, docilidad occidental, convencionafidad democrática nos valieron ser el discípulo aventajado de la clase.

Y esa condición reforzó nuestra capacidad negociadora en todos los foros, facilitó muchos de nuestros éxitos políticos exteriores e hizo que los candidatos españoles a cualquier función internacional tuvieran todo el viento a su favor. Si no hubo en esos años un secretario general de Naciones Unidas de nacionalidad española hay que atribuirlo al apocamiento y a las inhibiciones de nuestros gobernantes. Estábamos en el cuadro de honor de las nuevas democracias.

Con ocasión de los fondos de cohesión, levantó España un poco la voz, y ésa fue la primera fisura en su línea de seguidismo y sumisión. Pero lo hizo de forma desvaída, sin saber presentar sus razones, sin jugar a fondo la especificidad del Mediterráneo sin lograr apiñar en torno de ese objetivo a los países del sur de Europa. El resultado fue la aparición de una España aprovechona, la entrada en escena de una España pedigüeña.

Acabamos de vivir el proceso de la ampliación de la Unión Europea. En ella, Gobierno y opinión han rivalizado en torpeza política y en incapacidad mediática, dejándose encerrar en la guerra del bacalao con Noruega y alineándose con el Reino Unido en el tema de la minoría de bloqueo. España, la supereuropeísta, identificada en razón de intereses económicos sectoriales con el país más reticente a la construcción europea. La clase política españo la ha aceptado esa lectura reductora, cuando lo único que podía dar sentido a nuestra posición era justamente lo opuesto, la exigencia de priorizar la Europa política frente a la interesada impaciencia de Kohl por incorporar, casi a cualquier precio, a los nuevos postulantes, y a la voluntad explícita de los países del Norte de detener el avance de la institucionalización europea. La Europa política no será nunca realidad si en los procesos de decisión no se dan cabida y representación adecuadas a los tres grandes parámetros comunitarios: el de las unidades estatales -cada Estado, un voto-; el de la población de cada Estado en relación con la población del conjunto de Estados; el del peso político-económico e histórico-cultural de cada una de las grandes áreas que componen Europa. Y, entre ellas, y no de las últimas, la euromediterránea.

El debate sobre este tema capital tenía que haber precedido a la ampliación, y España -por la existencia política de Italia en este momento y por la obsesiva polarización atlánticogermánica de Francia- era la única que podía plantearlo desde y para el Sur. Pues esperar a la conferencia intergubernamental de 1996 para introducirlo es hacer, ya desde ahora, de la Unión un nuevo espacio económico común. ¿Por qué González y Aznar, en vez de seguir enzarzados en sus trifulcas domésticas, no fueron capaces de defender, juntos o separados, esa gran apuesta europea? En su lugar, han emborronado nuestro perfil y nos han hecho aparecer como inútilmente obstaculizadores, como petulantemente mendicantes. Hasta el punto de que, sin estar todavía en la Europa comunitaria, el diario Die Presse casi nos ha querido echar de ella.

El estereotipo de la modernidad europea de España que había ido construyéndose desde finales de los setenta se nos ha venido abajo en menos de dos años. A manos de nuestra particular corrupción. No de una corrupción a la italiana o a la francesa, sino específicamente hispana. Pues, entre nosotros, hasta hoy, como la prensa extranjera ha puesto de relieve, los grandes escándalos económicos no han sido descubiertos por los jueces, sino por la prensa, y no están elucidando los que aparecen ligados a la financiacion de los partidos políticos -Filesa, Naseiro y demás compañeros corruptos siguen prácticamente inéditos-, sino los que son función de la exclusiva voluntad de enriquecimiento de sus protagonistas.

Por otra parte, ni en Francia, ni en Italia, ni en ningún otro país se han puesto tantas trabas por parte del poder a la investigación judicial y política. Pero, sobre todo, el tricornio, la jet-set socialista, la Cruz Roja, 1 billete de 2.000 pesetas, el Boletín Oficial, todo en el mismo saco y tan typical spanish, poco tienen que ver con Raul Gardini y su altivo suicidio y sí mucho con El Buscón y sus maulerías de pícaro. Pero vengamos a lo que cuenta. ¿Es posible acabar con esa gangrena de la democracia? No sería razonable esperar que que PSOE y el PP se autosometan al tratamiento traumático de autodenunciar y autocondenar sus mecanismos de financiación paralela. No lo ha hecho ningún partido en Europa y el suicidio político es el menos frecuente de los suicidios -la aparente autoinmolación del franquismo fue una brillante operación de perpetuación en el poder, sobre todo económico y social-.

¿Qué cabe, pues, hacer? A grandes males, grandes remedios. El Gobierno y la oposición deben pactar una reforma radical del marco institucional español que devuelva la credibilidad democrática a nuestro sistema político: nueva ley electoral, nueva ley de partidos, limitación en el tiempo de los cargos políticos, separación total del poder ejecutivo del judicial, absoluta independencia de las grandes instituciones del Estado respecto del Gobierno y del partido en el poder, actualización del régimen de autonomías, etcétera. Y, simultáneamente, una ley de amnistía para aquellos delitos directamente conectados con la financiación de los partidos.

¿Se hará así? Mucho me temo que se cumpla la segunda. parte y se olvide la primera, dándole la razón a Paco Fernández, con quien me encontré hace unos días, en la explanada de Beaubourg, en la última manifestación pro Bosnia. Paco, a quien conocí hace más de treinta años en Ruedo Ibérico, y que, como no pocos de aquellos republicanos españoles, ha pasado del exilio provisional a la emigración definitiva, me dijo: "Pepín, tantas esperanzas para esta basura. ¡Qué vergüenza, qué estafa! ¡En menuda democracia bonsái vamos a morirnos!".

José Vidal-Beneyto es secretario general de la Agencia Europea para la Cultura.

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