Europa: integracion sin esquizofrenia
Las elecciones europeas deberían llevar a meditar más sobre Europa en lugar de centrarse en los conflictos domésticos. Ello permitiría atender a un rasgo característico de nuestra civilización: el progresivo distanciamiento entre las palabras y las cosas; la construcción de una realidad retórica paralela a los hechos. Un fenómeno que se manifiesta en muy diversas dimensiones y del cual la política europea es un buen ejemplo.En efecto, la Unión Europea después de Maastricht se caracteriza aún más que antes por esta escisión esquizoidea entre lo que se dice y lo que se hace, entre las normas y su puesta en práctica. Como si reviviera el más arcaico pensamiento, hay quien cree que la realidad política, económica y estratégica puede manipularse poniéndole nombre. Como a los diablos y genios de antaño. Baste, para comprobarlo, atender a los que pasan por ser, y en otro plano incluso son, los grandes pilares del Tratado de la Unión.
El primero, sin duda, la renovación institucional que pretende acentuar el carácter supranacional del proceso de integración y superar el déficit democrático del que a todas luces la Comunidad adolece. Por un lado van las mayores competencias del Parlamento Europeo, aunque articuladas a través de procedimientos cuya complejidad y disfuncionalidad superan cualquier fantasía, y el incremento de la fronda institucional en que se acumulan las más variadas representaciones sectoriales y geográficas. Baste pensar en el Consejo Económico y Social y en el Consejo de las Regiones. Pero por reacción frente a Maastricht, se ha acentuado el carácter intergubernamental que siempre ha constituido el nervio de la integración. Las excepciones introducidas para Gran Bretaña y Dinamarca y después unilateralmente reafirmadas por Alemania, algo que siempre se olvida, tanto mediante resoluciones parlamentarias como por la sentencia de su Tribunal Constitucional. La revigonzación del compromiso de Luxemburgo y todo lo que media entre Edimburgo (1992) y Ioannina (1994) avalan esta interpretación. A mi modesto entender, la ampliación de la Comunidad, incorporando vigorosos Estados con fuerte personalidad y muy viva conciencia nacional, acentuará dicho carácter intergubernamental. Y la consecuencia será la ineludible renacionalización de muchas políticas y, si se quiere de verdad salvar el déficit democrático, el fortalecimiento de los controles parlamentarios internos ole los respectivos Estados miembros sobre el proceso de toma, de decisiones comunitarias por los respectivos Gobiernos.El Parlamento Europeo cumpliría. mucho mejor su función si fuera, elegido por los Parlamentos nacionales en vez de por sufragio directo. Y en la medida que funciona, pese a su organización en grupos ideológicos, las solidiaridades nacionales son determinantes cuando de intereses reales se trata. En resumen, realidad y proceso inverso al que las normas, convertidas en retórica, describen o, más aún, programan.
El mismo fenómeno se observa en otros puntos claves de la integración. Baste pensar en la Unión Económica y Monetaria, en su día considerada como la joya de Maastricht. El Tratado de la Unión establece condiciones rígidas y plazos perentorios sin que, por cierto, la previsión de éstos coincida con la exigencia de aquéllas. Los servicios de la Comisión no cesan de pisar el acelerador de las declaraciones y análisis, a la vez que ni la convergencia económica, de la que la Unión Monetaria debería ser culminación, no dintel, ni la voluntad política de los Estados, ni las opiniones públicas que le sirven de base, parezcan marchar con el mismo ritmo y ni siquiera en la misma dirección.
La letra del Tratado, en un asombroso salto lógico, pasa de exigir las condiciones de 1996 e imponer, en todo caso, la Unión en 1999, como si el imperativo de la norma pudiera sustituir a las condiciones de viabilidad exigidas por la propia norma.
Su práctica acentúa la esquizoidea. Para pasar de la primera a la segunda fase de la Unión Monetaria era imprescindible la disciplina del Sistema Monetario Europeo que, a todos efectos, no existe desde el pasado verano. Baste pensar que en los últimos 20 años las fluctuaciones respecto del dólar no han rebasado el 16,5 y que ahora la banda amplia llega al 15. Pero, como si tal no ocurriera, se ha pasado a la segunda fase creando, por cierto, un órgano más, el Instituto Monetario Europeo. El papel no se sonroja, la burocracia crece. Pero, ¿ello basta a cambiar la realidad económica?En cuanto a la política exterior y de seguridad común, simplemente sabemos que no existe, porque una política exterior Y de seguridad común, aquella que, por definición, afecta de manera existencial a la unidad política, sólo es posible cuando esta unidad política existe. Y no es tal el caso de Europa. No es la política exterior y de seguridad común la que puede fraguar al pueblo europeo, sino la previa existencia de tal pueblo la que justificaría una política exterior y de seguridad común. Así lo ha demostrado la historia, cuya ignorancia tiene a veces sus costes, y así lo revela la actualidad. Poner la carreta delante de los bueyes puede ser un conocido expediente, sobre todo si no se tienen bueyes, pero no sirve para hacer avanzar la carreta. Sin embargo, la política exterior y de seguridad común puede tener una eficacia no siempre confesada. Sirve para ocultar la inexistencia de políticas exteriores y de seguridad efectivas en los Estados comunitarios. La proliferación hasta lo inextricable de las llamadas instituciones interdependientes incrementa la burocracia, pero no llena el vacío político. Análogamente, poner a las mismas y siempre escasas fuerzas diferentes "gorras" -eurocuerpo, UEO, Alianza Atlántica- no aumenta la seguridad.
De lo dicho hay pruebas evidentes y no es la menor que en cuestiones de seguridad, médula de la política exterior, el Tratado de la Unión Europea se remitiera a la Unión Europea Occidental, a la vez que se sometía ésta a la hegemonía de la Alianza Atlántica.
Las asimetrías insalvables entre una Unión Europea que se extiende hacia el Este y una Alianza Atlántica que no puede hacerlo por el comprensible veto ruso, y la que media entre la UEO y la OTAN en Escandinavia y Asia Menor abundan en el mismo sentido.
Una escritora ilustre, Victoria Camps, ha insistido en la influencia que la retórica puede tener sobre la práctica política, engendrando incluso la realidad que preconiza. Por eso es lícito, e incluso obligatorio, un ingrediente retórico en el discurso político. Pero la eficacia del discurso no puede traspasar ciertos límites, más allá de los cuales las palabras confunden, primero, decepcionan después y termina por hastiar, produciendo un efecto contrario al que pretendían provocar.
No parece dudosa la inevitabilidad, más aún, la conveniencia del proceso de integración europea y, desde luego, para España la participación en dicho proceso, si bien no agota nuestra política exterior, es eje fundamental e indeclinable de la misma. Fuera de la Europa unida no hay interés nacional español. Pero precisamente' para salvar lo que de más valioso hay en este proceso, elementos tan importantes como la racionalidad económica o la conversión de Europa en una "comunidad de paz" o la colectivización de la seguridad, es imprescindible ajustar las expectativas y las realidades, los hechos y los dichos, sin tratar de escapar de las limitaciones y condicionamientos propios de cada momento a través de una galopada retórica. La utopía puede orientar, la esquizoidea no hace sino lastrar.Miguel Herrero de Miñón es miembro de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas.
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