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El desencanto ibérico

Portugal y España conmemoran los 500 años del Tratado de Tordesillas pocos días antes de la celebración de las elecciones europeas. Pero esta coincidencia es, lamentablemente, de las menos relevantes. Hace cinco siglos "nos entregamos al lujo de repartir, la influencia en el mundo, en un marco de relaciones onírico", según la expresión del mayor ensayista portugués vivo, Eduardo Lourengo. Hoy, nos enfrentamos a la Europa desencantada (título del último libro del mismo autor). Lo peor es que ese desencanto corroe también las relaciones entre los dos Estados ibéricos después del reencuentro con la democracia y la integración europea.El ingreso simultáneo de Portugal y España en la Comunidad Europea, en 1985, descongeló las relaciones peninsulares, envueltas en un clima de desconfianza histórica que ni siquiera la complicidad política entre las dictaduras de Salazar y Franco había sido capaz de difuminar y que, por el contrario, estimularon para consumo interno. El clásico atlantismo portugués y el antiamericanismo español; la alianza secular de Lisboa con la corona británica; las guerras de independencia de Portugal contra el dominio castellano; los prejuicios nacionalistas transmitidos a sucesivas generaciones por los manuales escolares; todo esto contribuyó a alzar en la frontera entre ambos países un verdadero muro ibérico. Un muro anacrónico y mezquino, que dejó de tener sentido desde la apertura a la democracia, a Europa, y gracias a una vivencia más compartida y cosmopolita de múltiples realidades comunes. Pero, desgraciadamente, el descubrimiento mutuo de portugueses y españoles, manifestado en el plano más superficial del turismo o en el aumento de las relaciones e intercambios culturales, fue insuficiente para evitar el preocupante retroceso al que asistimos hoy.

Después de haber asociado a Portugal y España en una estrategia convergente, cuando el horizonte todavía era de esperanza y prosperidad, Europa amenaza con convertirse en un factor de desconfianza y división que hace regresar viejos fantasmas supuestamente enterrados en el pasado ibérico. En el momento en que los Doce se preparan para votar una vez más, en unas elecciones que no movilizan ninguna convicción profunda -y cuando el sueño mismo de la unión europea se diluye en la impotencia para enfrentarse a las grandes convulsiones de este fin de milerdo-, Portugal y España corren el riesgo de darse la espalda de nuevo, sin disfrazar siquiera una agresividad latente. En Portugal, el peligro castellano vuelve a estar a la orden del día, y aparentemente no faltan pretextos políticos, económicos, culturales y hasta medioambientales para alimentar una nueva crispación antiespañola que se extiende desde la derecha hasta la izquierda.

El malestar político surgió recientemente a raíz de la perspectiva de ampliación de la Unión Europea a cuatro nuevos miembros, y por la tan comentada reforma de las instituciones comunitarias. Al ponerse del lado de los grandes contra los pequeños, España quiso empujar a Portugal al círculo de los países periféricos en el proceso de decisiones de la futura Europa de los Dieciséis. El pasado mes de octubre, coincidiendo con la visita del ministro español de Asuntos Exteriores a Lisboa, un artículo del ministro portugués de Asuntos Exteriores rebatía en el Público las bases de la posición de Madrid y se oponía a la división de Europa en "Estados de primera y de segunda categoría, algo que evidentemente no es aceptable para Portugal". Fue el primer signo público de que la convergencia estratégica había terminado.

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En el plano económico, la progresiva invasión de las empresas españolas -en especial en los sectores financiero, de distribución, de la confección, alimentario e inmobiliario- sufrió entretanto el primer grave tropiezo. El caso Banesto dejó patente que el banco de Mario Conde había sobrepasado, mediante recursos dudosos, el margen de control del banco portugués Totta y Azores que le permitían las leyes nacionales portuguesas (aunque es cierto que no violó las disposiciones comunitarias). Una vez creado ese precedente, las autoridades portuguesas vieron con malos ojos el posterior paso del Totta a las manos del Santander, y la cuestión presenta en la actualidad aspectos políticos delicados.

La frontera entre los hechos y los fantasmas se ha vuelto muy tenue, mientras que en medios políticos y empresariales portugueses crecen los recelos y las sospechas. Según esa perspectiva, los españoles ven Portugal como una extensión natural de su mercado, y animan a las multinacionales a que tengan un reflejo semejante y concentren en Madrid sus centros de decisión para el espacio peninsular.

Pero el temor de quedarse en la periferia se extiende ya a los campos de la cultura y el medio ambiente. En un artículo publicado hace unos días en el Diario de Noticias de Lisboa a propósito de la conmemoración del Tratado de Tordesillas, el ex ministro portugués de Finanzas Braga de Macedo advertía del peligro de la generalización del llamado portuñol, es decir, la tendencia que tienen los portugueses de imitar la pronunciación castellana como única forma de hacerse entender por sus vecinos, sin que éstos hagan ningún esfuerzo en sentido inverso. Por otra parte, el impacto de los residuos nucleares o del plan hidrológico español en el medio ambiente portugués provocó no hace mucho importantes movimientos de protesta popular y movilizó a miembros de la escena política. El líder socialista portugués, António Guterres, y otras figuras destacadas de su partido dirigieron el mes pasado una reclamación al Parlamento Europeo advirtiendo de los efectos desastrosos del plan español sobre la producción de energía eléctrica en Portugal, el abastecimiento de agua a las poblaciones y la navegabilidad del Duero y del Guadiana.

Cada vez es mayor la sensación de que han dejado de existir cauces normales de diálogo político entre España y Portugal. La larga luna de miel entre Felipe González y el primer ministro portugués, Cavaco Silva, parece haber terminado, mientras el Partido Popular se insinúa ya como eventual compañero europeo del PSD, el partido del Gobierno en Portugal. Entre los socialistas de ambos lados de la frontera, el clima es tenso, como demuestran las críticas de Guterres contra la incapacidad del Gobierno de Lisboa para defender los intereses nacionales frente a la "arrogancia" de Madrid. Se sabe también que el presidente Mario Soares, aparte de su conocida amistad con el rey Juan Carlos, prefiere relacionarse con los presidentes de las autonomías gallega y catalana que con Felipe González (por lo demás, estos dos hombres siempre han mantenido una actitud distante y reservada desde la época en que Soares lideraba el Partido Socialista portugués).

En Portugal se tiene la sensación de que lo que ocurre en este lado de la frontera no es noticia al otro lado. Salvo acontecimientos excepcionales o caricaturas grotescas de la realidad portuguesa, la desigualdad en la cobertura informativa es flagrante, y el interés que la prensa o los portugueses más informados manifiestan por las cuestiones españolas no tiene una contrapartida visible. Esta desigualdad se proyecta de forma significativa sobre el te-

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rreno Cultural, especialmente en el literario. Pessoa y Saramago -que algunos ya reclaman como autor español...- son presencias casi solitarias en un desierto inmenso, mientras que la divulgación de la literatura moderna española es un hecho corriente en Portugal. Es cierto que la inversión cultural española en Portugal no tiene comparación posible con el esfuerzo portugués en España: el centro cultural portugués en Madrid, anunciado hace más de dos años, no pasó de una promesa demagógica del secretario de Estado, Santana Lopes. Pero, más allá de la agresividad española y de la pasividad oficial portuguesa, hay una cuestión de actitud que se confunde frecuentemente con el desdén y la displicencia imperial de un país grande respecto a su vecino pequeño.

Toda esta situación acaba por castigar sobre todo a los portugueses y españoles que creen en el potencial del espíritu ibérico y desearían convertirlo en una fuerza y un capital común en la construcción de una Europa unida. Frente a la mezquindad y a la falta de visión política y económica, tantas veces complementarias a ambos lados de la frontera, es casi imprescindible tener la perseverancia visionaria del personaje ibérico más famoso, que es además aquel con el que más se identifican los portugueses: El Quijote. Desgraciadamente, no faltan nuevos molinos de viento en las relaciones peninsulares para movilizar nuevas voluntades quijotescas.

Vicente Jorge Silva es director del periódico portugués Público.

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