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Tribuna:ELECCIONES
Tribuna
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Fantasmas del pasado

Por paradójico que parezca, en estas elecciones nos jugamos políticamente el futuro del Gobierno aunque no sea la permanencia del Gobierno lo que esté constitucionalmente en juego. Lo primero porque, aun si se quiere reducir a sus estrictas dimensiones formales el objeto de la convocatoria electoral, el pesado fardo de los últimos meses, con su historia de fugas y corrupciones, no podrá dejar de gravitar sobre un Gobierno que saliera gravemente malparado de las urnas. La legitimidad no es como una copa mundial de fútbol que se conquista una vez y se guarda en la vitrina durante cuatro años; la legitimidad es algo que se gana en las elecciones y se puede perder en la práctica política, como muy bien sabe una ristra de presidentes de Gobierno japoneses o italianos. No siempre puede la política reducirse al Derecho constitucional.Lo segundo porque, aun si ganan estas elecciones por una diferencia crítica -una ventaja que haga políticamente insostenible la permanencia de los socialistas en el Gobierno- los populares no habrán conquistado todavía el derecho a gobernar. Habrán dado, sin duda, un paso adelante en su afirmación como alternativa, habrán demostrado que son capaces de triunfar en unas elecciones y se habrán cargado de razones para exigir la disolución anticipada de las Cortes y la convocatoria de elecciones generales. De ahí que, aun sin estar en juego constitucionalmente la permanencia del Gobierno, en estas elecciones se juegue políticamente su futuro.

Y porque es eso lo que se juega, los socialistas no han dudado en evocar los fantasmas del pasado deslizándose -¡otra vez!- por la peligrosa pendiente plebiscitaria del "nosotros o el franquismo". Arrojamos a Franco por la ventana de nuestra memoria y nos vuelve a entrar en cada ocasión por la puerta de nuestra demagogia. El consenso político y el moderantismo social que presidieron la transición a la democracia se construyeron sobre un olvido colectivo: no se sometió a discusión pública el pasado, no arreglamos nuestras cuentas pendientes con cuarenta años de historia. No era posible, desde luego, ni hay por qué lamentarlo: la guerra y el franquismo quedaron como pasto de historiadores, como si se hablara de Narváez o de Fernando VII; su recuerdo, relegado a cursos de verano, no podía emborronar la limpia escritura de la transición.

Pero resulta que ahora, cuando han pasado cerca de veinte años del fin de la dictadura, el fantasma de un cadáver al parecer mal enterrado revolotea en los discursos de los dirigentes políticos. Si se cree el tono de las advertencias y se toma en serio lo enfático de algunas llamadas, se diría que estamos en vísperas de una catástrofe nacional. Éste advierte patéticamente que nunca, nunca más, la guerra; aquél trata a sus oponentes de fascistas pasados por agua bendita; el otro nos dice que un triunfo de la derecha nos hará retroceder a la noche del franquismo. Todos, en lugar de hablar de política, se dedican a moralizar al adversario.

La regla de oro de la democracia es que el oponente político no puede ser tratado como indigno de ocupar el poder. Tratar al adversario como inelegible es tenerse a sí mismo como usurpador. Los socialistas deben entender que si el argumento fuerte para ganar unas elecciones al Parlamento Europeo es el de que, sin ellos en el Gobierno español, el Estado puede caer en manos indignas, además de convertir unas elecciones aparentemente inocuas en un plebiscito sobre su permanencia en el Gobierno, lo que hacen es negar la sustancia misma de la democracia. Y si realmente creen lo que dicen, si creen que sin ellos en el Gobierno lo que nos aguarda es la indignidad, el caos, el fascismo o un franquismo redivivo, entonces su pase a la oposición, episodio normal en cualquier sistema democrático, comenzaría a ser sencillamente una cuestión de salud pública.

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