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Tribuna
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El indulto

El indulto del toro es, tal vez, el exponente más claro de la actual crisis de la fiesta en cuanto despoja a la lidia de todo su sentido.Desde siempre, la lidia ha tenido una finalidad muy concreta: preparar el toro para la muerte. Todos los recursos de dominio empleados por el matador a través de las distintas suertes del toreo -al tiempo que intenta lucirse con capote y muleta- y el duro castigo infligido al toro -especialmente en la suerte de varas- tienden hacia ese fin. La culminación natural y lógica de la lidia se resuelve en la suerte de matar, que continúa siendo hoy, aunque no lo parezca por la forma en que es muchas veces ejecutada, la suerte suprema. El indulto priva a los espectadores de la suerte más importante y de ese espectáculo, en ocasiones bellísimo, del toro muy herido que se resiste a morir. Sin la muerte del animal, la lidia y, en consecuencia, la fiesta misma carecen de sentido.

El indulto, además, resulta absurdo: si se exige como condición para perdonar la vida del toro una excepcional bravura en todos los tercios, ¿cómo es posible calibrar si un toro es auténticamente bravo sin poder analizar su comportamiento una vez herido de muerte (si esos pesadísimos subalternos, claro está, nos lo permiten y dejan de marear al animal)? No es tan raro ver toros que muestran una bravura excepcional desde que saltan al ruedo, en el capote, en el caballo -verdadera piedra de toque de la bravura-, en banderillas y en la muleta, pero que tras la estocada van a doblar a tablas, signo inequívoco de mansedumbre. ¿Puede decirse que estos toros son muy bravos? Por supuesto que no.

Precisamente quienes más han abogado por la implantación del indulto, los ganaderos, deberían ser los primeros interesados en que la lidia se consume hasta la muerte del animal, pues en la selección de sementales en la ganadería, a través de la tienta de machos, éstos no son sacrificados, como es lógico, y siempre le quedará la duda al ganadero de si el novillo aprobado es totalmente bravo o no. La corrida de toros constituye la mejor tienta y el juego dado por cada una de las reses hasta su muerte ha de ser determinante para la posterior selección.

El indulto, por último, casi nunca logra su finalidad -obtener sementales que levanten la maltrecha cabaña de bravo- por la sencilla razón de que el toro excepcionalmente bravo, único indultable, difícilmente sobrevive al durísimo castigo recibido durante la lidia, sobre todo en la suerte de varas, y menos aún tal como se practica esta suerte en la actualidad, a base de puyazos larguísimos y traseros, muy cruentos, que llegan a afectar a órganos vitales del animal (ver hoy un puyazo bien dado, en la zona posterior del morrillo, es casi un milagro).

El vigente reglamento taurino permite el indulto en cualquier corrida, sea o no de concurso de ganaderías, en plazas de primera y segunda, ignorando que en las de inferior categoría pueden salir toros tan bravos como en aquéllas (así se demostró a principios de temporada en Olivenza, plaza de tercera, donde fue indultado un toro de Victorino Martín). No exige que el toro tome, al menos, tres puyazos en toda regla, por lo que han sido indultados mansos, inválidos, cabras locas y otros ejemplares de muy variadas especies, entre el regocijo general del público.

Los ganaderos, excepto los que sólo lidian en plazas de muy escasa importancia, se muestran entusiasmados por lo que consideran una conquista histórica y lo que más desean, hoy por hoy, es tener un toro indultado en la ganadería, allá penas si procede de la peor reata o en el ruedo ha dado un juego simplemente regular, pues, al menos, servirá para mostrárselo a los turistas.

El indulto, en definitiva, no es más que una frivolidad.

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