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¡Que se casen!

Los intelectuales, como apuntaba Witold Gombrowicz, han tenido tendencia a pensar que lo suyo no es vida sino locura, mientras que el pueblo llano representa a las claras la reserva del sentido común, de la salud a prueba de vino peleón, del realismo hecho carne mollar. Y del pensarlo en abstracto pasaron al convencimiento concreto, temerosos de que a la lucidez le llegara a faltar su última ilusión: imaginarse protegida por una masa razonable. Pero Gombrowicz, que salía del Este para caer en Argentina, se acordó de repente, casi a medio camino, de cómo los personajes populares de Shakespeare, los ciudadanos de a pie, eran los seres más "exóticos" en cualquier representación. Y, para ver si acaso quedaba algo de aquello, recorrió aldeas, cafetines y mercados; luego, al volver a casa, escribió en polaco: "¡El pueblo está más enfermo y más loco que nosotros! Los campesinos son unos dementes. ¡Los obreros, pura patología!".Naturalmente, el autor de Ferdydurke fue tachado, por enésima vez, de anticomunista secundario. Y la vida real, con altibajos trampantojos, siguió mal que bien su curso. Hasta forjar un entramado convivencial y un decir donde ya poco o nada se llama a engaño, donde una gota de pudor sería sucedáneo objetivo de la censura. Se dice, pues, de todo, aunque sólo la gente humilde asume, a cuerpo descubierto, su secreta verdad: que lo pasa fatal y, ya de paso, "oiga, ¿puedo contar ahora un chiste verde?". Se lo dice a Paco Lobatón, a Nieves Herrero ("ya perdí el idealismo de los comienzos") y, después de la publicidad, a Julián Lago. Se lo susurra, en cambio, a Isabel Gemio: la más, la siempre pulcra; tan sutil ella, tan compinche sin mancha, tan colibrí.

En cuanto ve una cara conocida y un micrófono, esa voz popular, redimida del proverbial silencio, dice que los de abajo se sienten solos, perdidos y escocidos. ¿Improvisan verdades como puños? ¿Proceden de algún libro de Corín Tellado? Tanto da. El dramón está ahí, húmedo y calentito, para hacer de la soledad un desahogo demostrativo. Ante lo visto y oído, la propia Carmen Sevilla ha terminado por tenerlo claro: "Cuando se apague la televisión, yo me voy con mis ovejitas". Envidiable rigor.

Mientras tanto, semana tras semana, la nata de esa nueva sociedad, desinhibida y neoexpresionista, se ocupa de nutrir y precalentar a aquéllos que aún no acaban de lanzarse a confesar en público sus cuitas. Y, se diga lo que se diga, no hay escándalo político o económico capaz de rivalizar con la ilustre verborrea de eso que son los puros sentimientos. Hablábamos de soledad. Pero se necesita que Conchita Martínez introduzca un matiz: "No me veo con el novio colgado del brazo, de un sitio para otro". O un toque progresista, a lo Juan Diego: "La marginalidad es una hermosa elección". O esa desesperada franqueza que domina Concha Velasco: "Prefiero estar mal acompañada que sola". Y, ya puesto, empieza a preocuparle al peregrino la clavícula de Ana Obregón, el mentón de Isabel Pantoja, el cerebelo de Javier Clemente, la leche de Ruiz Mateos, el estado oficial de Julia Otero ("ni separada ni divorciada" de Ramón Pellicer), la teletienda que ofrece bragas usadas de Madonna, la nariz de Jesulín de Ubrique, los lacrimales de Carmina Ordóñez, la delgadez de Bertín Osborne a base de lechuga y pollo, la hierba de Jennifer Capriati y hasta los efectos del ginseng coreano en la muñeca de Arantxa Sánchez Vicario. Para colmo, la cantante Marian Conde, nuera de Juanito Valderrama, encandila nuestra curiosidad: "Uno de los temas de mi próximo disco lo grabo con una parte de mi cuerpo que no es la garganta".

A seis días de las elecciones europeas, así está el patio. A la espera de tres bodas sonadas que amansarían, a buen seguro, la crispación social: la de Rocío Jurado con Ortega Cano, la de Sofia Mazagatos con Manzanares y la de la infanta Elena con no se sabe quién. ¡Dulce soñar y dulce acongojarse! Ahora mismo salgo a enterarme.

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