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Las lecciones del Dia D

Con el tiempo, uno aprende una cosa: la vida no tiene sentido, pero los hombres consiguen dárselo a veces. Cuando aman, cuando crean. Cuando buscan la verdad, encuentran la belleza, disciernen el bien. ¿Que no es fácil? Por lo que toca al bien, parece casi imposible.Pero el 6 de junio de 1944, para los adolescentes que éramos, todo era sencillo. Milagrosamente sencillo. El mal era el nazismo. Bastaba con combatirlo para identificarse con el Bien. Hitler era un proveedor de sentido. No sabíamos que momentos de semejante pureza serían después tan escasos.

Pero ese 6 de junio, los jóvenes de los que hablo no estaban en las lanchas de desembarco. Escuchaban las noticias por la radio, como todo el mundo. Estaban en una división francesa, en algún lugar entre Hossle-on-Humber y Hull, en Yorkshire, un condado industrial al sur de Escocia. Se decían que no formaban parte de esas tropas aliadas que fueron las primeras en enfrentarse a los disparos de los nazis y en tocar tierra francesa. Entre los 156.000 hombres que pisaron el continente, no había más que 300 franceses. El 6 por la noche nos enteramos de que el muro del Atlántico había cedido a lo largo de 50 kilómetros, entre el Vire y el Orne. Ignorábamos entonces el escalofriante número de jóvenes estadounidenses que habían muerto en las playas de Normandía. Los ingleses tomaron Bayeux al día siguiente. Churchill se presentó allí el 12 de junio. Hasta el día 14 no se permitió ir a De Gaulle: exactamente cuatro años después del día en que los alemanes entraron en París.

Como la mayoría de nosotros no había recibido su bautismo de guerra, lamentábamos no participar desde el principio en una gloriosa epopeya, mientras nos preguntábamos cómo nos habíamos portado y cómo nos portaríamos después, cuando llegara ese bautismo. Cerca de mí, un combatiente hastiado y taciturno dijo a los jóvenes reclutas ávidos de llegar a las manos: "No tengáis tanta prisa, ya os llegará la hora. Y no será tan estupenda". Nos dejó intrigados. Le preguntamos qué era exactamente un bautismo de fuego. Respondió: "Ruido, mucho ruido, sólo un ruido que paraliza los músculos, como si uno adelgazara mucho de repente. Y luego el espectáculo del primer amigo que cae cerca de ti. Te quedas horrorizado, pero enseguida te tranquiliza darte cuenta de que no eres tú el que ha caído". Si transcribo aquí estas palabras es porque verifiqué su seca pertinencia; porque me persiguieron; porque volví a oírlas más tarde, en casi todas partes; para recordar que la guerra es la guerra. Múnich nos había curado del pacifismo, pero en nuestra herencia cultural quedaba algo de ello. Nuestros padres nos habían enseñado que "de todos los males que la guerra pretende combatir, el peor es la propia guerra".

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Hizo falta que el nazismo se impusiera como mal absoluto para triunfar sobre una cultura tan profunda. Hizo falta sobre todo que una juventud despojada de memoria física y que no conserva del horror más que relatos librescos se diera cuenta de que el Espíritu de Resistencia no tenía nada que ver con la famosa guerra de los "mercaderes de cañones". Pero ¿no nos quedó nada de esa cultura evocada? Al contrario, muchas cosas. La impaciencia ante aquellos cuyas palabras están por encima de sus actos. El repudio de los que no vacilan en mandar a los demás a que luchen por ellos. La idea de que la guerra debe ser siempre un último recurso. La imposibilidad de escuchar a los que nos predican tranquilamente que sólo la violencia hace historia.

En otras palabras: he aprendido que había que reflexionar seriamente antes de decidir si un Estado y un pueblo encaman el mal absoluto. Hemos aprendido, que hay que tomarse tiempo antes de decidir si las armas empleadas contra el mal van a propagarlo en lugar de reprimirlo. Cuando era un adolescente estaba ferozmente en contra de Blum y su no intervención en España. Hoy, releyendo el famoso discurso de Luna-Park en el que intentó justificar su política, lo apruebo en todos sus términos y admiro sin reservas la inspiración de la que parte. Especialmente porque, considerándolo desde el punto de vista del más cínico realismo, Churchill, el antimuniqués por excelencia, había acertado al prever que Franco no entraría en la guerra del lado del Eje alemán-italiano. El espíritu de resistencia debe ir acompañado de una valoración de los riesgos. Stalin, como Hitler, dio sentido a las cosas. El bolchevismo provocó tantos muertos como el nazismo. Sin embargo, ¿quién era partidario de una guerra nuclear contra la URSS, convertida en mal absoluto?

El espíritu de resistencia debe ir acompañado también de una idea política. Todos los que quieren identificarse con De Gaulle, desde el general libanés Aoun hasta el presidente bosnio Izetbegovic, olvidan que, en el Llamamiento del 18 de junio, o más bien en la famosa Proclama, la frase esencial era la que explicaba por qué, aunque Francia hubiera perdido una batalla, no había perdido la guerra. ¿Cuál era esa frase? "Nada se ha perdido porque esta. guerra es una guerra mundial. En el universo libre hay fuerzas inmensas que aún no se han pronunciado. Algún día, esas fuerzas aplastarán al enemigo". Durante la heroica resistencia de los cristianos libaneses, ¿qué se veía en el horizonte, sino a los sirios hostiles y dispuestos a intervenir, sin que los estadounidenses ni los franceses pudieran impedírselo? ¿Qué pueden esperar los bosnios en caso de que se extienda su guerra? ¿Que intervengan los turcos? Los griegos responderían inmediatamente, y se caldearía toda la región. Por supuesto, esto no significa, no puede significar nunca, que la resistencia contra la barbarie no sea legítima si carece de esperanza de vencer. Quiere decir simplemente que tiene el deber de adaptar sus estrategias a una situación dada.

Se adivina que estas líneas están escritas a la luz de los debates de los intelectuales, todos solidarios con la causa del pueblo bosnio, pero divididos en cuanto a los medios para ayudar a la resistencia contra la barbarie del imperialismo serbio. Precisión útil. A fin de cuentas, me siento más cerca de los ultras que de los indiferentes, de los exaltados que de los moderados. Me indignaron los que se entregaron a imprecaciones indiscriminadas tachando de muniqueses a los que temían una extensión de la guerra. No soporto a los que ven una continuidad sospechosa en un proceder que empezaría con la aprobación de la guerra del Golfo, el voto a favor del Tratado de Maastricht y el deseo de asistir a la represión de la invasión serbia. Pero ahora que la lista de Sarajevo está abandonada, los famosos intelectuales pueden reunirse para mantener una presión internacional en favor de lo que es moral y realista: el uso de la fuerza para bombardear a los serbios que atacan zonas supuestamente protegidas.

Pero regreso al 6 de junio. En el Reino Unido, en 1944, no teníamos ninguna duda sobre la victoria. No cabía ninguna duda dado el estado de ánimo de los ingleses que nos rodeaban. El mundo libre no ha pagado nunca su deuda con este pueblo. Para él, la supervivencia ya era como un milagro. Muchos de ellos, bajo los bombardeos, pensaban morir resistiendo. Los supervivientes resistían al ver cómo el mundo entero se unía a ellos. Jamás una fe tan intensa ha sido tan poco mística. Jamás una determinación tan inquebrantable ha sido tan poco exaltada. Éramos mimados,, apoyados, llevados por ese pueblo tranquilo que inyectaba una dimensión épica al más impasible de los civismos. De hecho, vivíamos ya rodeados de un pueblo vendedor. Es comprensible que las elites de una nación así, al recordar su grandeza, sufran hoy tanto con su declive. Dudábamos tan poco de la victoria que no calibrábamos los inmensos sacrificios que aún exigiría. Desde el Reino Unido, el mundo se organizaba para castigar el mal, las nubes de las monstruosidades de Stalin quedaban ocultas por el sol de Stalingrado. Nos dimos cuenta de que la historia tenía sentido. Ahora nos queda írselo dando día a día.Jean Daniel es director del semanario francés Le Nouvel Observateur.

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