Viaje al centro de esta tierra
La memoria de la transición y la cuestión catalana constituyen las dos piedras de toque del viaje al centro político que pretende realizar (o haber realizado) el Partido Popular. Por eso, más que por las fiebres mitineras, los elogios al franquismo y las ofensas a los catalanes expresadas por una de sus líderes tienen un interés superior a la anécdota. ¿Está centrado el PP o anda todavía descentrado?Ésta es la cuestión, y no la de si, en bloque, es o no franquista, como se discute en la arena electoral. Y se trata de una cuestión decisiva para el futuro. Este país sólo se gobierna en complicidad con la amplia franja de electores centristas y moderados: los mismos que sostuvieron a la UCD y convirtieron al PSOE en un partido de gobierno, los dueños de los votos que acaban por fraguar el centroizquierda o el centroderecha.
¿Por qué la transición y Cataluña son indicadores de adscripción moderada?
Lo es la transición porque su memoria viva constituye el principal capital político del centro. El centrismo (Adolfo Suárez y UCD) no fue el único protagonista, pero sí quien dirigió el desmontaje de la dictadura y la reinvención de la democracia. Es, en realidad, prácticamente su única, y brillante, tradición histórica.
Y lo es la cuestión catalana porque en ella se demuestra la capacidad -o torpeza- de vertebrar equilibradamente España, integrando tradiciones distintas y facilitando la digestión de los flecos aún pendientes del último gran litigio histórico español, el de la plurinacionalidad (resueltos ya definitivamente los grandes problemas que atenazaron a la República: el agrario social, el militar, el religioso...). Capacidad de vertebrar, integrar y equilibrar, que no es cualidad de las posiciones extremas del arco político.
Sintomáticamente, estas dos cuestiones se presentan unidas, lo que demuestra una vez más que la democracia en España y las libertades nacionales catalanas son dos caras de la misma moneda. No existe una sin las otras, y al revés. "Bajo la misma losa", escribió Manuel Azaña, "han padecido las libertades públicas españolas y las apetencias autonomistas catalanas".
Éste es el telón de fondo de la polémica suscitada por las declaraciones de una líder del PP.
¿Es Mercedes de la Merced una chica joven que ha cometido un desliz? Respeto a las mujeres: esto es, la misma exigencia, sin paliativos ofensivos al estilo de jovencita o mona. No es tina candidata marginal, sino que ocupa el número tres de la lista popular al Parlamento Europeo. Todavía hoy no ha rectificado (ni le han desautorizado) sus declaraciones, nada anecdóticas, sino categóricas, también desde el punto de vista europeo. Hay que tomarlas en serio. En ellas reivindicó la política social de Franco (quien "puso en marcha la Seguridad Social, puso en marcha las pensiones, construyó un montón de viviendas para pobres"). De ello conserva memoria, pero no de que "hubiese o no hubiese libertades que fue una época que yo no viví". Una memoria, pues, selectiva. Y por tanto, falsa.
Reconstruyámosela. La política social de la dictadura no puede deslindarse de la ausencia de libertades: la represión fue la sustancia de esa política social (sindicato único, prohibición de derechos sindicales, encarcelamiento de dirigentes obreros, negación de convenios colectivos hasta finales de los cincuenta), acompañada del paternalismo que trataba de absorber las demandas populares de bienestar (pensiones o seguros sociales), siempre con retraso y cicatería respecto de Europa. Para más inri, las viviendas "para pobres" eran eso, pobres viviendas, como hoy se comprueba en las construcciones de la Obra Sindical del Hogar, en los barrios periféricos plagados de aluminosis, que ayuntamientos y comunidades autónomas deben reconstruir. Era el urbanismo de Carlos Arias Navarro y José María de Porcioles, especulativo y depredador de zonas verdes, edificador de scalextrics y de bidonvilles de clase en las periferias metropolitanas, frente a la ciudad interclasista o igualitaria de los arquitectos racionalistas republicanos (que simboliza Josep Lluís Sert, ¡ah!, pequeño detalle, otro gran exiliado).
El temor de De la Merced a "cualquier loco que pueda asumir la presidencia de la Generalitat" también es significativo. Implica que la ciudadanía catalana puede elegir nada menos que a un loco para que la represente. Y como la elección supone algún grado de identificación, se colige cierta propensión a la enajenación mental de los electores catalanes. Pues qué bien. Tomándolo suave, deportivamente, los locos son los no normales. El pálpito subyacente es que la Generalitat y la ciudadanía catalana están o tienden a estar fuera de la norma.
Ergo la catalanidad es una enfermedad de la nación española (y no uno de sus factores), por lo que, llevando el razonamiento hasta el final, debería reconducirse la política autonómica en un sentido asimilista y uniformizador. O bien -desbordando la apuesta- la norma (la Constitución democrática, el estatuto) es inconveniente y hay que deshacerla. Es la fórmula de Franco, suprimir profilácticamente la Generalitat para que ningún loco pueda ocuparla, fusilar a los Lluís Companys y exiliar a los Josep Tarradellas de turno: tiene la ventaja de cortar por lo sano, aunque el inconveniente de que siempre vuelven.
La única garantía ofrecida de que nada de eso se alaba ni se pretende es que la candidata militó en UCD y votó la Constitución (aunque ahora duda -¡a la luz del conflicto yugoslavo!- de su título VIII).
Aún más preocupante es la aseveración de De La Merced de que "personas como yo en el PP somos casi todas". ¿Cierto o falso? Esperemos que lo último y que el poso destilado en este caso sea sólo una caricatura en el espejo cóncavo, como quería Valle-Inclán de su obra.
Pero algo de real hay en la caricatura. José María Aznar, como su correligionaria, enarbola la credencial de haber votado a la UCD. Pero al mismo tiempo se desliga generacionalmente de la etapa de la agonía franquista y de la transición: "Cuando terminó el anterior régimen político yo tenía 21 años; por lo tanto, me he criado en la democracia" (EL PAÍS, 26 de enero de 1993), como si los universitarios de 17, 18, 19 y 20 años hubiesen estado ausentes de la lucha democrática y hubieran empezado su crianza a los 21 años, aunque él se hubiera "limitado a estudiar" (EL PAÍS, 23 de mayo de 1993). Y ha remachado, distante: "Mi generación no es la de la transición" (EL PAÍS, 28 de febrero de 1993), como si la gente de cuarenta años no hubiese participado también en esa gran operación. Y en la cuestión catalana, revolotea, afectando ignorancia (subsanable con documentación y testigos, también de su generación) sobre el intento de genocidio lingüístico perpetrado por la ominosa: "No sé cómo estaba el catalán durante la época de Franco. No viví la persecución del catalán, si es que la hubo, que supongo que sí" (La Vanguardia, 26 de septiembre de 1993).
Esta autoimagen pretendidamente juvenil, distanciada,
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ahistórica, de los líderes del PP parece que quiere situar a este partido en una campana neumática respecto del pasado reciente. Quizá para sortear la contradicción que supone integrar en sus filas a los hijos espirituales del franquismo -una tarea sin duda benemérita si se les vacuna-. Pero ¿cómo profundizar en su proclamada voluntad centrista ignorando o distanciándose de su mayor logro histórico, la transición, que no fue otra cosa sino el desmantelamiento de la dictadura? ¿Y cómo comparar la voluntad de encauzar la cuestión catalana que Adolfo Suárez demostró mediante la operación Tarradellas, con las actuales acusaciones de chantajistas a los nacionalistas catalanes (hoy suavizadas: hablan de hipotecar o condicionar al Gobierno de España, más que de chantajearlo) lanzadas por el propio Aznar?
El problema no es que el Partido Popular sea franquista. Decirlo es falso y demagógico. El problema es que no ha culminado su viaje al centro no ha reeducado al segmento nostálgico de sus bases, no ha completado la reconversión de sus cuadros dirigentes, no ha realizado una revisión solvente de la historia. La indigestión ideológica es evidente. El conservadurismo de Cánovas del Castillo, la referencia democristiana o católico-tradicional, la herencia de UCD, los residuos franquistas, el anticatalanismo y las apelaciones a Manuel Azaña o Salvador de Madariaga conforman una amalgama imposible. El partido conservador necesita unos Estados Generales doctrinales. Los necesitan él y todos los ciudadanos que no pueden saber aún, más allá de la propaganda, qué es y qué es lo que palpita detrás de sus siglas. Una inquietud demasiado inquietante.
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