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Malos con ganas

Torrestrella Muñoz, Espartaco, Finito

Cuatro toros de Guardiola Fantoni (uno, devuelto por inválido) y 4º y 5º de Guardiola Domínguez, bien presentados, flojos, manejables. 3º, sobrero de Cayetano Muñoz, con trapío, manso. Los anunciados de Torrestrella fueron rechazados en el reconocimiento.

Emilio Muñoz: bajonazo escandaloso (pitos); tres pinchazos, media -aviso-, rueda de peones y se tumba el toro (algunos pitos). Espartaco: media (división); tres pinchazos, estocada, descabello -aviso- y dos descabellos (división). Finito de Córdoba: dos pinchazos, rueda de peones y se tumba el toro (silencio); puñalada cerca del costillar (protestas).

Plaza de Las Ventas, 31 de mayo. 18º corrida de feria. Lleno de "no hay billetes".

Cuatro toros se podían torear sin mayores problemas. La prueba está en que los torearon; sólo que mal con ganas.

Ni presa de la avaricia se puede torear peor que como lo hicieron Emilio Múñoz y Espartaco. Numerosos aficionados les llamaban la atención por ello, y los artífices de la versión esperpéntica del arte de torear cogían un globo o se mosqueaban; alternativamente y por orden de antigüedad.

El globo solía cogerlo Emilio Muñoz, que dirigía furibundas miradas a los aficionados censores, mientras las de Espartaco eran al soslayo, con diez de mosqueo, y luego meneaba resignado la cabeza. He aquí dos víctimas del libre albedrío; dos mártires de la tradición.

Lo que no hacía ninguno de los dos, así se viniera abajo el mundo, era torear. Y eso que los aficionados les daban pistas: que se cruce usted, que no meta el pico, que cargue la suerte, que no salga corriendo después de pegar ese llamado pase, que se vuelva a cruzar...

Oir las reconvenciones, ambas figuras se encaraban con el colectivo-guía sin disimular su enojo. El figura Muñoz pareció que de un momento a otro le iba a dar una alferecía; el figura Espartaco, que se iba a ganar el cielo apurando el cáliz de la incomprensión. Pero no se cruzaban y, además, metían el pico, descargaban la suerte, se marchaban lejos al concluir lo que llaman pase, con ejemplar aplicación y tenaz insistencia.

¿Que toreemos, cielos, pretenden?, se estarían preguntando, a juzgar por sus perplejas expresiones y sus ademanes mohínos,¿habrase visto semejante falta de respeto?

Maliciaba la afición (y aquí con ella, sin ir más lejos) que el toreo es una olvidada antigualla una aspiración incalcanzable: una entelequia, si se pretende que lo practiquen figuras. Pues vale -y en cierto modo se explicaría- que al toro renuente, al incierto, al bronco, al peligroso en definitiva, le pongan reparos; mas si tampoco les servían, al efecto, aquellos guardiolas de apagado temperamento y buen conformar, que embistieron docilones sin tirar ni una mala cornada, es que no saben torear o no se atreven.

Su estrategia, entonces, consiste en pegar pases con el pico, que siendo recurso de fácil industria y mínima exposición, la mayoría de los públicos lo aceptan como si se tratara de la quintaesencia del arte. La propia plaza de Las Ventas daba cobijo a miles de almas buenas que copartían la perplejidad y la indignación de los toreros cuando oían a los aficionados gritar las advertencias, denuncias y censuras por un toreo que consideraban perfecto.

Es, obviamente, el público que Espartaco, Emilio Muñoz y demás compañeros mártires quieren: un público que les respete, que valore su esfuerzo, que les aclame, que les eleve a los altares de la tauromaquia, que les haga millonarios. Que no entienda nada y le de igual temple que trallazo, cargar la suerte que salir corriendo, toro que tora, toreo que el baile de San Vito.

Toreando tal cual lo hicieron a sus respectivos toros (sólo que sin trapío de toro; en realidad, más bien de gato), Muñoz y Espartaco cortan orejas y alcanzan triunfos memorables en cualquier plaza del concierto táurico universal. Excepto en Madrid, naturalmente, donde, ya de principios, una corrida como la de Torrestrella que pretendían sacar a la pública vergüenza (y en toda plaza del concierto táurico universal les habrían admitido), se la rechazaron los veterinarios y la autoridad. Y hubieron de ponerse delante de una corrida de toros, al menos aparente, con su seriedad, su romana, su- trapío y sus bien desarrolladas cornamentas.

Resultó a la hora de la verdad, sin embargo, que aquellos toros no querían asustar a nadie, comérselo menos, y para demostrarlo, embestían boyantes. Un torero consecuente con la categoría del coso y alerta a lo que la afición le exigía -es decir, un torero con fundamento y con lo que hay que tener-, hubiese toreado a esos toros como Dios manda y al par de muletazos hondos ya habría puesto a todo el mundo de acuerdo y la plaza boca abajo.

El tal torero no se encontraba en el ruedo de Las Ventas, evidentemente. Entre los toros boyantes aparecieron un sobrero reservón, y un titular paradote de imponente arboladura, a los que Finito de Córdoba -tercer espada a la sazón- se limitó a espantar las moscas desde prudencial distancia. Ningún muletazo de recurso supo aplicar, ningún propósito de dominio tuvo, pudor aún menos, y le metió al pobre toro una puñalada trapera. Consumatum est. Y cual si se tratara de la estrella del Royal Paradise, el llamado Finito se retiró tan tieso, con aires de príncipe ofendido en su misma dignidad. Algunos no sólo son malos con ganas sino también unos petulantes insoportables.

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