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Los 'Diarios' del hombre sin atributos

Joaquín Estefanía

Desconozco por qué en mi memoria se han confundido siempre, irracionalmente, personajes y obras tan distintas como las de Céline y Robert Musil. Quizá por las caracterizaciones que cada uno de ellos hizo del periodo de la Primera Guerra Mundial. Este paralelismo entre ambos escritores -¿novelistas doblados de pensadores o pensadores doblados de novelistas?- se ha intensificado estos días, cuando, coincidiendo con el centenario del nacimiento del primero, ampliamente difundido en suplementos y revistas especializadas y celebrado en España con la aparición de una nueva edición de ese descenso a los infiernos que es el Viaje al fin de la noche, han aparecido, casi clandestinamente, los Diarios del escritor austriaco.Escribe Céline que "viajar es muy útil, hace trabajar la imaginación. El resto no son sino decepciones y fatigas. Nuestro, viaje es por entero imaginario. A eso debe su fuerza... Y además, todo el mundo puede hacer igual. Basta con cerrar los ojos". Esto es precisamente lo que se obtiene de la lectura de los dos tomos de los Diarios de Musil, en los que se descubre con esplendor el viaje del austriaco a momentos claves de la historia de Europa, como la Gran Guerra, el ascenso del nazismo, el movimiento intelectual antifascista que fructificó en los años treinta y, sobre todo, las causas y las primeras consecuencias de la destrucción del Imperio Austrohúngaro. Son las cuatro primeras décadas del siglo las relatadas con la ironía de quien es, digámoslo ya, uno de los más importantes narradores en lengua alemana, junto con Kafka o Thomas Mann, y también uno de los grandes escritores europeos del siglo XX, aunque también uno dé los más desconocidos.

Los Diarios de Musil, pieza capital para examinar la producción literaria y el pensamiento civilizatorio del austríaco, son una obra abierta, sin voluntad de culminación -la que le da la muerte-, que contiene las reflexiones estéticas, filosóficas, políticas, culturales, etcétera, comunes a una generación inigualable, de la que forman parte personajes como Karl Klaus, Freud, Manés Sperber, Hermann Broch, Josep Roth, Arthur Schnitzler o Stefan Zweig. En ellos, Goethe, Nietzsche y Mann son los autores más citados (como explica Jacobo Muñoz en su espléndido prefacio). Publicados por primera vez en lengua alemana en 1976, esta edición en castellano, realizada sin concesiones por la editorial valenciana Alfons el Magnànim. (que una vez más muestra el camino de lo que lo público debe hacer en el campo de la cultura), reabre la enigmática personalidad de Robert Musil (1880-1942).

Musil, uno, de los representantes más significativos de la sociedad literaria vienesa de entreguerras, es el autor de esa obra inacabada, El hombre sin atributos, objeto de culto de los mejores especialistas de la literatura europea. El hombre sin atributos es el testimonio novelado del derrumbamiento del antiguo régimen, de la ruina que Europa soportó a partir de la Primera Guerra Mundial. Su protagonista, Urich -el hombre sin atributos-, pertenece a la clase alta, a la aristocracia burguesa austriaca (¿un trasunto del propio Musil?), condenada a desaparecer; es el testigo de la destrucción no sólo de un mundo socioeconómico, sino de una civilización multicultural. Cuando apareció en España el cuarto tomo de El hombre sin atributos, alguien escribió en este mismo periódico: "La burguesía como desarrollo de poder, las instituciones burguesas como fomento del pensamiento y de la cultura, las relaciones burguesas como germen de convivencias humanas y actitudes morales se redujeron a un esperpento de vanidades obtusas que hasta su final sólo supo crear deformidades con apariencias sutiles; detrás de la máscara imperial no había nada, o, a lo sumo, otra máscara que se hacía pedazos sin remisión".

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Durante los años en los que escribió Musil no sólo no fue reconocido como el genio que es, sino que sufrió exilio (en la neutral Suiza cuando Hitler se anexionó Austria), persecución por los nazis (que prohibieron El hombre sin atributos), pobreza e incomprensión por parte de los lectores y de sus editores. Sólo con Las tribulaciones del joven Törless (llevada después al cine por el director alemán Volker SchIöndorf) tuvo satisfacciones literarias fuera de lo común; quizá haber estudiado en varias escuelas militares le proporcionó el traumático material con el que adornó en su novela al joven Törless. Cuando murió, como un refugiado pobre, anónimo y olvidado, tan sólo ocho amigos le acompañaron a la tumba; su viuda hubo de poner un anuncio en un periódico de Zúrich, en el que hacía un desesperado llamamiento económico para poder editar la última parte escrita de El hombre sin atributos. Ya desaparecido, otra injusticia, Musil fue elevándose en el aprecio de los lectores y estudiosos de la época.

Robert Musil no fue una personalidad fácil. Irónico, misántropo, antipático, pesimista, marginal, son algunos de los calificativos que le imponen sus biógrafos. Rafael Conte, uno de los críticos que mejor conocen la obra del austriaco -y de Céline-, dijo en el centenario del primero que sólo hay una alternativa en este mundo innoble: aullar con los lobos o perder la razón. Musil no escogió ni lo uno ni lo otro y se aferró a la razón como última esperanza, por lo que tuvo que asumir el fracaso definitivo, el exilio, el silencio, la muerte y el olvido.

En el Imperio Austrohúngaro cristalizó a final del siglo pasado una vanguardia intelectual que supo analizar, con una brillantez extraordinaria, la catástrofe que llegaba y que se manifestó en las dos guerras más grandes de la humanidad. Musil perteneció a ella y diseccionó los pasos que llevaron a la explosión del odio.

Los Diarios son un exponente central de sus reflexiones sobre la época, los movimientos sociales que la dirigieron y la equivocaron, el autoanálisis sobre sus lecturas, su obra y su misma persona. Remiten, como no podía ser menos, a El hombre sin atributos y escarban, como en esta última, las razones de la destrucción de Europa: la bancarrota de las ideas que facilitó la instalación de los dogmatismos.

Son, pues, estos Diarios oportunidad excepcional para mirar el final de nuestro siglo a la luz de lo que sobrevino en su inicio. Y hacer balance con las palabras del propio Musil: "Nuestra opinión sobre lo que nos rodea, e incluso sobre nosotros mismos, cambia cada día. Vivimos en un periodo de transición que posiblemente durará hasta el fin del planeta si no afrontamos mejor que hasta ahora nuestros más profundos cometidos. Sin embargo, cuando nos toque andar en la oscuridad no nos pongamos como niños a cantar de miedo. La ficción de saber cómo debemos comportarnos aquí abajo es, efectivamente, una canción para distraer el miedo. Por lo demás, estoy convencido de que andamos al galope. Estamos aún lejos de nuestra meta".

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