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Tribuna
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¡No al artículo 59!

En la feria de Sevilla, un nada despreciable porcentaje de los toros se han corrido "bajo la responsabilidad del ganadero". Latiguillo que, como el " por consiguiente" del presidente de los ámbitos civiles, ha quedado entronizado en la fiesta de toros de nuestros días, como ha quedado inmortalizada la trampa saducea y ratonera en virtud de la cual, y por medio del siniestro artículo 59.1, un toro rechazado en el reconocimiento por presunta manipulación de astas puede salir a la plaza por exigencia del ganadero, que es parte en el asunto.Es decir, que el ganadero, niño en el bautizo, novio en la boda y cadáver en el entierro, con todos sus intereses en juego, es quien finalmente autoriza el juego de su res, mientras que el presidente, según el texto legal, no tiene más remedio que mirar a la bandera. Hay que convenir, por tanto, que el reglamento de 28 de febrero de 1992 consagra al ganadero y a la calle de en medio, por donde tira el criador cuando le place.

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La oreja en cuestion

En ninguna reglamentación taurina tuvo parangón el enorme poder ganadero como ahora. Resulta conmovedor lo que decía el reglamento de las corridas de Madrid, de 1880: "... en los corrales habrá una piara de cabestros para que, en caso necesario, salgan al redondel conducidos por dos vaqueros y se lleven al toro que, por defecto físico o impericia del matador, no pueda morir en la plaza, castigando severamente la autoridad en el primer caso al veterinario que dio por buena y sin defectos la res". Al ganadero ni se le menciona.

En el reglamento de 1962, si "los veterinarios", decía el artículo 76, "diesen por útiles reses que no reúnan las condiciones reglamentarias y por tal motivo fueran devueltas del ruedo, las autoridades gubernativas, previo informe y propuesta de la Inspección Provincial de Sanidad Veterinaria, impondrá al facultativo responsable la solución que proceda". O sea, se le echa más burocracia al asunto, pero arroja luz sobre la responsabilidad veterinaria. Del ganadero nunca se supo.

Y así en el reglamento de 1923 y en el de 1930. Y en los que rigen en Colombia, México, Venezuela, Perú, Ecuador y en el corazón de África si preciso fuese.

Entretanto, sobre el espectador recae la obligación de ver unos toros presuntamente afeitados. Viene a ser lo mismo que si las autoridades sanitarias requieren a un pescadero a retirar una merluza en mal estado y, no solamente no la retira, sino que la ofrece bajo la responsabilidad del pescadero. Tanto si el comprador se intoxica como si el aficionado ve un toro afeitado en lugar de uno íntegro, podrá reclamar al maestro armero, pero habrá sido víctima de un fraude consentido por un texto legal.

es periodista.

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