_
_
_
_
Tribuna:
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

El remedio la enfermedad

Juan Luis Cebrián

"A mí me parece que la salud de una sociedad y de un Estado no pasa de ser un dibujo ideal... Se trata de saber si una sociedad tiene la suficiente robustez, energía y dominio de si para conllevar plagas y llagas a veces horrendas. Por ahí estamos viendo sociedades que están a la cabeza de la civilización universal, riquísimas, poderosas, inventoras, rectoras de la vida del mundo, en las que ocurren cosas que si ocurriesen en nuestro país desapareceríamos en cuarenta y ocho horas porque no podríamos resistirlas; no tenemos armazón bastante fuerte ni vitalidad bastante para resistir tales enfermedades y plagas. En España, donde también tenemos una semejanza de esas enfermedades, se trata de saber no si proceden operaciones quirúrgicas o tratamientos excepcionales, sino si el cuerpo y el espíritu de la sociedad española están todavía con bastante aliento y robustez para dominar esas dolencias" .Quizá la lectura de estas reflexiones de Manuel Azaña sirvieran hoy a algunos de nuestros políticos y libelistas, y notablemente a aquellos que se alzan impetuosos en nombre de la alternativa democrática, para una meditación sin tumulto sobre el actual momento político español. En 1934, Azaña se preguntaba escuetamente si en la España de su tiempo, afligida por graves enfermedades sociales, no resultaría peor el remedio que la enfermedad. La historia se encargó poco tiempo después de dar respuesta a la interrogante. Ahora que la derecha española, que nos enseñó a odiar y a abominar de don Manuel como del mismo diablo, pretende apoderarse de su herencia política y de su imagen de intelectual rebelde, bien merece la pena recomendar a sus mentores que acudan a las fuentes y no a recopilaciones o antologías más o menos interesadas. Para que aprendan las lecciones posibles si verdaderamente quieren aplicarse.

Desde luego, no existe ninguna duda de que nuestro país sufre hoy llagas y plagas, por utilizar la terminología azañista, de una gravedad considerable. Enumerarlas a estas alturas parece superfluo, aunque no es inútil señalar la confusión de algunos diagnósticos que incitan a pensar que toda conducta dolosa, o moralmente reprobable en el terreno económico, debe ser tildada de corrupción. Ésta supone estrictamente la confusión entre los intereses públicos y privados por parte de quien gestiona aquéllos. No se agota en ella el catálogo de delitos, pero es acerca de este punto sobre el que las instituciones democráticas, y no sólo los jueces, deben velar estrechamente. La mejor forma de hacerlo es, en efecto, investigando y concretando los casos en los que se haya producido. Algo así trataría de llevar a cabo nuestro Parlamento, aunque es dudoso que el método utilizado sea el más certero. Las comisiones de investigación se han convertido en verdaderos circos electoreros donde la fatua flatulencia de algunos diputados parece importar más que el descubrimiento de los hechos y el respeto a la seguridad jurídica de los ciudadanos.

Pero la cuestión primordial sigue siendo la enunciada al principio: primero, averiguar y diagnosticar la dolencia del país para establecer su remedio. Luego, determinar si éste no será de tal categoría que su aplicación pueda acabar fulminantemente con la vida del enfermo.

Haz que tu opinión importe, no te pierdas nada.
SIGUE LEYENDO

No parece que ésta sea la dirección en la que nuestros dirigentes políticos se mueven. El partido socialista y su Gobierno tienen una tendencia inveterada a la negación de las propias dificultades. Durante lustros, han venido evitando el más mínimo reconocimiento de algo que supusiera la existencia de errores, fraudes o engaños en su comportamiento. En nombre de la unidad del partido se ha evitado la aplicación de correctivos que pudieran originar víctimas y, por ende, escisiones en las filas del poder. La sensación de impunidad fue así creciendo al ritmo y a la par que lo hacía en la propia sociedad española, acostumbrada a ver ladrones de miles de millones de pesetas que, lejos de ser perseguidos, eran encumbrados, adulados y lisonjeados por el poder político y el de la inteligencia. De modo que, cuando los escándalos estallaron, la reacción fue siempre la misma en el Gobierno: perplejidad, sorpresa, ignorancia. Nadie sabía nada de Filesa, de Ibercorp, de Roldán, de Rubio...

Pero, en cambio, oh cielos, los populares lo sabían todo (todo menos lo que a ellos afectaba, como el caso Naseiro o el del alcalde de Burgos, o lo sucedido en Cantabria). Y sus sabuesos, que gritan y gesticulan en el Congreso, convirtiéndolo en la caricatura de una asamblea estudiantil, y coreados incluso por las tribunas del público, reclaman para sí el honor y la gloria de la limpieza moral, sobre cuyas definiciones albergan tan pocas dudas que los espíritus cartesianos no tienen más remedio que echarse a temblar. En nombre de la Verdad, y de la Pureza, este país arrastra una memoria de atrocidades lo suficientemente larga como para andarse, todavía, con cuidado. Aquellos que denuncian a nuestro actual Estado democrático y al largo periodo de gobernación socialista tildándolos como un "Estado de corrupción", generalizando los casos que se han dado y arrojando sombras de ilegitimidad sobre el poder son, desde luego, coherentes con la tradición de inquisidores que los españoles tenemos bien ganada.

Los socialistas llegaron al Gobierno hace 12 años enarbolando las banderas del regeneracionismo moral y la modernización de España. Ambas cosas pasaban por la consolidación del régimen democrático y la inserción del país en las instituciones y organizaciones europeas. Pero, además, tenían que llevar a cabo su tarea en medio de un ambiente enrarecido por el golpe militar de febrero de 1981. Durante los 12 años que han transcurrido desde su acceso al poder, muchas cosas han mejorado, entre otras, y de forma considerable, la renta per cápita y la pacificación de los espíritus golpistas en el seno de las Fuerzas Armadas. Pero su incapacidad para hacer frente a los estragos de la actual crisis económica y su ausencia de objetivos, una vez que el proyecto europeo de Mastrique naufragó, les situó frente a una probable derrota electoral en los comicios de hace un año. Sólo el capital político personal de Felipe González pudo evitar el desastre. También ayudó el miedo de amplios sectores de la sociedad a entregar el poder a una derecha que sospechaban demasiado afincada en las nostalgias del pasado. No se hablaba del retorno de la dictadura, sino del pánico al oscurantismo. La concepción castiza de lo español que algunos dirigentes del Partido Popular practican es indicativa de que estos temores no resultaban del todo infundados.

Felipe González maneja como nadie el tiempo en política. Sabe que la durabilidad es, por sí misma, un factor de fortalecimiento. Pero el equipo gobernante acusa hoy, como los aviones con excesivas horas de vuelo, signos de fatiga estructural. De ahí que no se entienda la impaciencia crispada con la que Aznar pretende echarle, casi a patadas, del poder. Bastaría con esperar un poco para que las cosas sucedieran de forma casi natural. Sin duda piensa que el descabezamiento del PSOE es la mejor garantía de una próxima victoria de los populares. Pero su estrategia de acoso y derribo -que en gran medida recuerda a la que practicaron los socialistas contra Adolfo Suárez en el otoño de 1980- parece no tener límites. Aunque formalmente Aznar reclama la dimisión del presidente del Gobierno y su sustitución por otro primer ministro socialista, su partido y la prensa afín han puesto en práctica una política de tierra calcinada destinada a no dejarle ninguna salida al PSOE: se ha decretado la caza y captura del presidente y todos sus delfines. Primero fue Solchaga, ahora es Serra, dentro de poco les tocará el turno a Solana y Borrell. Mediante este método, la debilidad de González ante la opinión pública es multiplicada por su pérdida de influencia en el partido, sólo semanas después del congreso en que habían triunfado los "renovadores".

El ensimismamiento del Gobierno y la hostilidad abrupta de los populares están llevando a este país a una bipolarización peligrosa y preocupante. Desaparecido el partido del centro, los nacionalistas vascos y catalanes desempeñan hoy un papel de moderación y criterio que es preciso valorar. El Gobierno parece un boxeador sonado, todavía en posesión de enormes facultades, dispuesto a pegar a cualquiera que se le cruce en su camino, por si acaso le apean del ring. La oposición, preocupada de que la recuperación económica suponga en el futuro un balón de oxígeno para los socialistas, extrema su vocinglera crítica, jaleada por los cronistas. A veces, en el Parlamento, se comportan casi como la partida de la porra.

Han pasado seis décadas desde que Azaña pusiera en guardia sobre las capacidades de nuestro país para recibir un tratamiento de choque que le sane de sus enfermedades. Nuestro cuerpo social está más robustecido y es más fuerte que entonces. De modo que es probable que el remedio, por fuerte que sea, no acabe matando al enfermo. Pero también es seguro que antes de poner en práctica ninguna solución hay que bajar la temperatura del paciente y reducir la sintomatología de sus dolencias. España no puede prosperar en medio de una crispación como esta a la que ha estado sometida en los dos últimos meses. Y todavía nos falta una campaña electoral, que se anuncia virulenta, y un período aún más difícil, después de los comicios europeos de junio, cuyos resultados van a ser pretexto o motivo de una agudización de la crisis política. La única medicina posible, la única prevista en los manuales, y la única felizmente inevitable para una situación semejante, acabarán siendo las elecciones generales. La desesperación con que el Partido Popular trata de adelantarlas sólo es comparable a los intentos del Gobierno de durar casi a cualquier precio. Ni unos ni otros tienen derecho a seguir sometiéndonos a este régimen de ducha escocesa, que los aprovechados, o los tontos, utilizan para desprestigiar al régimen democrático, ni tan arraigado ni tan sólido como quisiéramos. Un pacto razonado y público sobre la fecha de convocatoria de esas elecciones podría quizá devolver a la paciente España un poco de tranquilidad y sosiego. De otra forma, la situación puede llegar a deteriorarse tanto que si Aznar llega a ocupar La Moncloa no encontraría más que la cosecha de su propia siembra: un país desmoralizado, una clase política desacreditada, unos medios de comunicación despeñados por la vía de la demagogia y el populismo y una oposición socialista radicalizada. Tirar por la borda dos lustros de estabilidad política y de crecimiento económico no es la mejor manera de preparamos para ninguna alternativa de gobiemo.

Manuel Azaña. Grandezas y miserias de la política. Conferencia en la sociedad El Sitio. Bilbao, 1934.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_