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La 'trigedia'

Fernando Savater

La España actual se divide entre gente tonante de puro triunfante y cariacontecidos varios; los unos gritan como quien toca a rebato "¡dimisión!" y los otros murmuran entre dientes "pues dimisión...", con el tono resignado con que el paciente repite para su coleto el diagnóstico fatal que acaba de comunicarle el especialista. Los tonantes no se contentan con una dimisión o dos: la dimisión ha de ser lo más universal posible. Ha de dimitir Felipe González, por supuesto, como primer y principal responsable de los males que nos aquejan. Con él, el resto de los ministros, porque pocos o ninguno habrá que no hayan secundado los turbios manejos que afectan a instituciones tan emblemáticas de lo español como el tricornio y la peseta. A continuación (o a la vez, si es posible) todo el PSOE, pues no se trata de un partido político noble y desinteresado como el PP, IU o HB, sino una astuta maquinaria de extorsión organizado para trincar todo lo trincable y corromper hasta el brazo incorrupto de santa Teresa. Después deben dimitir cuantos intelectuales (ex jóvenes filósofos, ex jóvenes sociólogos, etcétera) han mostrado simpatías por los socialistas, no han condenado el día debido la guerra del Golfo o ni siquiera han firmado un llamamiento a favor de Aznar, la revelación estadística, digo el estadista revelado.Y luego, last but not least, tiene que dimitir en pleno toda la redacción de EL PAÍS, aún más, todo el grupo PRISA con don Jesús de Polanco a la cabeza, pues ¿quién no sabe a estas alturas que es tan peligrosa corporación la que ha encubierto, apoyado y obtenido mayores beneficios de cuantos crímenes vienen cometiéndose? El único que no debe dimitir, hombre, es Roldán el temerario, simple víctima de las circunstancias. Los tonantes que ayer dijeron que Roldán no era el único culpable (ni siquiera sumado a Rubio), hoy ya dicen que todo el mundo es culpable menos Roldán. Pues nada, que lo amnistíen... en cuanto lo cojan. A todo esto, los cariacontecidos se miran como los dos guardias del sainete y se preguntan: "¿Nosotros nos morimos o qué hacemos? ¿Hay trigedia o no hay trigedia?".

Yo, desde luego, siento dar este disgusto a quien corresponda, pero no pienso dimitir. No me extrañaría, en cambio, que otros deban hacerlo. No por razones éticas, como suelen decir quienes creen que la ética es el remedio punitivo de todos los descosidos políticos, sino por motivos deontológicos. Bonita y eufónica palabra, "deontología", que nada tiene que ver con los dentífricos, sino con ta deonta, lo apropiado, lo que en cada caso corresponde. La ética se ocupa del buen uso que cada cual hace de su libertad; sus recomendaciones (entre las que se encuentra, por cierto, no estafar ni abusar del prójimo) son iguales para todos los seres racionales. Las normas deontológicas, en cambio, establecen el comportamiento adecuado de cada oficio o cargo público: no son iguales para un ministro que para un futbolista o una diseñadora. Las que rigen para los políticos excluyen la adherencia carnívora al puesto que ocupan, propia de chimpancés aferrados al tronco de la palmera y si es posible a su coco mientras sopla el vendaval. Dimitir no convierte a nadie en culpable, pero hay quien puede hacerse culpable de no haber dimitido a tiempo. Culpable de que los maltratados electores terminen por identificar en un mismo desprecio desesperado la persona que no asume su responsabilidad en los errores cometidos y la institución que temporalmente representa.

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Pero antes de recurrir a la ética y a la deontología, yo preferiría que se agotasen las posibilidades de la política. Las hay aún vírgenes en la trigedia que nos atribula. Antes de dimitir sin mayores explicaciones, como si ahora no dimitiese por cosa del temperamento y luego dimitiese sólo movido por él, el presidente del Gobierno puede y debe pedir una moción de confianza al Parlamento que le ha refrendado en su cargo. De ese modo se logrará que cada grupo político explique al país su posición en esta crisis y su actitud precisa ante la eventual dimisión de Felipe González. El resultado sería siempre más orientativo en el terreno político que los rayos y truenos del medio (de comunicación) ambiente. Si el presidente se obstina en aferrarse a la palmera sin pedir moción de confianza, será el jefe de la oposición quien tendrá que plantear la moción de censura, tenga las probabilidades aritméticas a su favor o en contra, pues obligará también de ese modo a definirse a nuestros representantes. Digo nuestros" porque cualquiera que oiga a Corcuera o a Solchaga poner sus escaños "a disposición del partido" creería que tales escaños son del partido y no de los electores que los votaron. En último extremo, pueden aplazarse ambas medidas hasta después de las elecciones europeas y andaluzas, que automáticamente se convertirán entonces en una suerte de referéndum sobre la continuidad del Gobierno. Lo único malo de este aplazamiento es saber cómo pasaremos en medio de la borrasca las cinco semanas en globo que nos separan del 12 de junio. En cualquier caso, lo más probable es que la cosa acabe en la convocatoria para después del verano de nuevas elecciones y en el compromiso del ganador, sea quien sea, de realizar una limpieza a fondo de las corruptelas vigentes. ¡Hay tanto por hacer, desde la reforma de las listas cerradas hasta la eficaz separación entre los cargos políticos y la gestión de obras públicas, pasando por el replanteamiento de la financiación de los partidos, que equivale a replantearse la función de los partidos mismos!

Lo que sigo sin aceptar es la obligación de dimisión universal que vociferan los tonantes y los tunantes. Vayamos, por ejemplo, a la responsabilidad de los intelectuales. Hablaré por mí y que quien pueda y se atreva haga lo mismo. Asumo sin especial sonrojo haber apoyado en ocasiones al Gobierno de centro-izquierda de este país: primero, Porque lo he preferido a una derecha posfascista y clerical (por mucho que ahora se presente como azañista en animación suspendida durante medio siglo) o a una izquierda cuyos planteamientos han solido estar a caballo entre Robin Hood y Marta Harnecker; segundo, porque proponía reformas en el terreno educativo, militar, de costumbres, europeísta, laborales, etcétera, que me parecían dignas de ser llevadas a cabo, aunque a veces resultaran insuficientes. En modo alguno les he expedido un certificado en blanco de buena conducta: ni en los casos de tortura, ni en el episodio de los GAL (el más vergonzoso de estos años, mucho más que los de Rubio o Roldán, del cual sospecho que aún seguimos rehenes en todo lo tocante a las corrupciones de nuestro escasamente presentable Ministerio del Interior), ni en la ley Corcuera, ni en sus disposiciones sobre drogas o servicio militar, ni en la ley de extranjería. Ni, claro está, en la financiación ¡legal o los fondos reservados. ¿Qué pasa? ¿Tendrá menos derecho el ex joven filósofo a ser creído cuando dice que apoyaba al Gobierno sin saber nada de Rubios y Roldanes que el próspero novelista-leninista cuando se enfada contra quienes atacan a los sindicatos por las chapuzas del PSV o cuando ensalza a la Pasionaria pese a sucesos sanguinarios por todos conocidos?

Otros me dicen que los intelectuales deben hablar ahora desde fuera del sistema. ¿Cuál es ese fuera: el de los servicios auxiliares del terrorismo etarra o el de quienes proponen tanques y ejecuciones sumarias para acabar con el seudocontencioso vasco? ¿O el fuera de Berlusconi y de Ross Perot?

Mucha jeta es lo que hay, pero algo menos de trigedia. Sería trígico el sostenella y no enmendalla, como parecen querer algunos prebostes. Por el contrario, enmendalla para mejor sostenella (aunque despoblase un tanto la clase política y aumentase la ya sobresaturada población carcelaria) sería oportunísimo.

es catedrático de Filosofia de la Universidad Complutense de Madrid.

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