Vergüenza y orgullo

La opinión pública española se ha convertido de repente al puritanismo, tras juzgar sumariamente como corruptos a personajes públicos (Rubio, Roldán) o privados (De la Rosa, Conde). Sin embargo, todos conocemos multitud de acusadores que denuncian la corrupción en público mientras en privado eluden pagar impuestos o atesoran fortunas opacas al fisco. Naturalmente, esto no es sólo fariseísmo, sino también inercia franquista, dada la tolerancia que había para un estraperlo clandestino cuya existencia era oficialmente negada. Pero ahora la hipocresía ha cambiado: gracias a su posibilidad de denuncia, el reconocimiento público de los escándalos ha generado tal psicosis anticorrupción que se ha generalizado el disfraz de inquisidor airado.Sin embargo, hay personas que defraudan al fisco y a la vez se escandalizan por la corrupción que no fingen, sino que son sinceras al escandalizarse, aunque no adviertan su inconsciente contrasentido. ¿Cómo es posible tanta ambigüedad moral? Podría pensarse que se debe al culto católico por las apariencias: lo que cuenta no es lo que haces en privado, sino lo que aparentas en público. Pero creo que se trata de algo más, pues no es lo mismo la mala conciencia secreta que la vergüenza ante los demás. A la gente, estos días, lo que más le duele no son tanto los hechos como la vergüenza que produce su público reconocimiento. Y es que, en efecto, los hechos cambian objetivamente de naturaleza cuando pasan a ser conocidos por la opinión pública. Son los hechos más el conocimiento público de los mismos: y ese conocimiento de más es lo que modifica la naturaleza de los hechos, que sólo se pueden evitar o corregir si son públicamente conocidos.
Ante tanta vergüenza, la tentación es echarle tierra al asunto y esconderlo debajo de la alfombra, devolviéndolo al secreto del que los avergonzados desearían que nunca hubiese salido. Pero hay que vencer esa tentación y reconocer las virtudes terapéuticas de la vergüenza, pues sólo a partir de ella se puede encontrar solución. De hecho, la vergüenza pública es condición necesaria, aunque no suficiente, para resolver el problema político que plantea la corrupción. Y por vergüenza pública entiendo tanto el más transparente reconocimiento de todos los hechos (que todas las Filesas salgan a la luz, evitando el borrón y cuenta nueva) como la consiguiente catarsis colectiva que debe provocar en la opinión pública ese reconocimiento.
La vergüenza debe de ser tanta que nos obligue a regenerar nuestra cultura cívica, advirtiendo que no podemos seguir así, sino que tenemos que cambiar: y sólo la vergüenza nos dará las fuerzas que necesitamos para cambiar. Sin embargo, aunque la vergüenza pública sea una conditio sine qua non para superar la corrupción, no basta con que nuestra opinión pública se avergüence: hace falta algo más. Y ese algo más no consiste sólo en medidas técnicas (entre otras, el cambio legislativo de la financiación de los partidos, que deben dejar de estar parasitariarnente subvencionados por el Estado para que no se sigan comportando como iglesias católicas), pues también pasa por un cambio en la propia opinión pública, que debe superar su actual negativismo.
Tras la vergüenza debe venir el orgullo público, la recuperación de la fe en nosotros mismos. Nos avergonzamos de nuestros Rubios y Condes, sí, pero también debemos enorgullecernos de Rojo y de Botín, por ejemplo, que tan felizmente han sabido resolver una gravísima crisis institucional. No sólo hay que reconocer a los corruptos y echarlos de nuestra comunidad. Además, hay que reconocer también a nuestros héroes cívicos, poniéndolos como ejemplo a imitar. Pues la crisis institucional por la que atraviesa nuestro país sólo podrá ser resuelta si surgen generaciones nuevas de profesionales íntegros, vocacionalmenente entregados a su actividad institucional: políticos weberianos y empresarios y sindicalistas schumpeterianos, capaces de anteponer su deber institucional a toda espuria ambición.
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