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Tribuna
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En defensa del sistema

Estamos viviendo en esta España nuestra tiempos difíciles, preñados de incertidumbres amenazadoras. La crisis económica, el paro, el colapso de Banesto y los casos de corrupción pasados y presentes, ciertos o presuntos coinciden como circunstancias negativas que se potencian las unas a las otras y multiplican la desesperanza, el pesimismo y la crítica agria y colérica de los ciudadanos, sobre todo contra el Gobierno, pero también contra la clase política y, por lo tanto, de forma consciente o no, contra los partidos políticos, que son la base del sistema democrático.Estas contrarias circunstancias aparecen todavía más negativas e irritantes por el contraste con el periodo, tan cercano, en el que vivíamos en la euforia y embriaguez de una fulgurante explosión de crecimiento económico en el que parecía que toda ganancia era posible, en pocos meses, cuando no en días, con algo de imaginación, un mucho de audacia y aplicando la ética del triunfo, que no es la ética de la austeridad precisamente, ni tampoco la del legalismo riguroso. Y quizá conviene recordar que muchos de los que hoy vociferan contra los excesos y escándalos que entonces se fraguaron exaltaban y ponían como modelos sociales a los que hoy vemos caídos y, en algunos casos, vituperados y perseguidos. De la volubilidad de la fortuna y de los cambios radicales de opinión de los hombres está llena de ejemplos la historia desde su primer inicio.

En menos de tres años, un verdadero terremoto social, político y económico ha derruido el castillo levantado sobre el suelo falaz de tantas ilusiones alentadas por una prosperidad más Ficticia que real y por un cambio de mundo simbolizado por la caída del muro de Berlín. La paz universal y la vida fácil y risueña han dejado paso a guerras homicidas, a crisis económica, al paro y, en definitiva, a los aspectos más dramáticos de la vida y más oscuros y en ocasiones abominables de nuestra condición humana.

En este ambiente, los casos de corrupción denunciados adquieren caracteres de un cáncer nacional que todo lo penetra y todo lo inficiona. Cunde el desánimo y un desencanto hostil y agresivo. No se trata ya de investigar con serenidad e imparcialidad, y por parte de quien corresponda, los casos denunciados ni de aplicar la ley, en su caso, con justicia y sin ira; se trata, como dice Santos Juliá en su artículo publicado en EL PAÍS del día 18, de culpabilizar a toda una clase política, de que todo político, por el hecho de serlo, está bajo sospecha porque el resto de los componentes de la sociedad los segrega de su seno, los aparta, los considera incapaces de virtud y causa de todos sus males, y por lo tanto causa justificativa de las infracciones que ellos, el resto de los ciudadanos, puedan cometer; "si ellos no pagan los impuestos, ¿por qué he de pagarlos yo?". Y, como he dicho antes, de los políticos se pasa a los partidos políticos, y de los partidos a las instituciones, que no sólo son la base, que son la razón de ser, la esencia de la democracia. Demócratas auténticos conozco que en la hora actual están llenos de pesimismo sobre el porvenir del sistema político que implantamos con la transición democrática española, y sacan de las dificultades y los escándalos públicos que en estos días se amontonan negros presagios y túneles de razonamientos sin posible salida.

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Sin embargo, es mi convicción, y estoy seguro que la de muchos, que problemas, dificultades y escándalos pueden y deben encontrar solución dentro del sistema político que nos hemos dado, dentro del sistema democrático; dentro de las reglas de juego establecidas por nuestra Constitución; dentro del marco de las leyes civiles, penales, administrativas y fiscales vigentes que constituyen nuestro ordenamiento jurídico; y dentro del funcionamiento previsto y normal de nuestro Estado constitucional; de los órganos de la Administración pública a través de los que opera el poder ejecutivo; del propio Gobierno que se ha formado después de unas elecciones libres celebradas hace menos de un año; de las Cortes españolas, en las que radica el poder legislativo; y del funcionamiento de los tribunales de justicia. El que cada poder y cada órgano cumpla estrictamente la función que le es propia es la mayor garantía de justicia y de respeto a los derechos de los ciudadanos todos. Y lo que es más importante, cualquier dificultad se puede superar si esos ciudadanos, en el ejercicio de sus derechos constitucionales, cooperan con su opinión, con su crítica y con su actuación a resolverlos; porque ellos son, como ciudadanos libres, la carne y la sangre del sistema democrático.

Ni los políticos ni los ciudadanos que forman el Gobierno o los partidos políticos son seres distintos y separados del resto de la sociedad, y en una democracia, y ésa es la inmensa ventaja del sistema, si pierden la confianza de los ciudadanos porque no son capaces de resolver los problemas que como Gobierno tienen que resolver, a través de los mecanismos constitucionales, legalmente y sin violencias, se les sustituye por otros que libremente elijamos porque los consideremos más capaces para esa tarea y en ese momento.

Es cierto que hay muchas cosas en España que no funcionan como debieran; la Administración pública, la central, la autonómica y la local, puede funcionar mejor; la justicia ha de ser más rápida si quiere ser ejemplar y dar seguridad jurídica al ciudadano; y todas las instituciones sociales, incluidos los medios de comunicación, pueden y deben ser mejores y observar más estrictamente sus normas éticas. Pero, no nos engañemos, al final, el problema, aunque sea más visible en los políticos o en los que ocupan cargos públicos, es un problema que concierne a la sociedad en general. Todos debemos ser más exigentes con nosotros mismos para cumplir las leyes y pagar los impuestos que legalmente nos correspondan, todos debemos defender y aplicar un sistema de valores personales y sociales que ensalce la honestidad, el trabajo bien hecho, la Virtud con mayúscula en el ámbito personal (sin puritanismos casi siempre hipócritas), y la solidaridad y la justicia en lo social. Pero ninguna mejora colectiva ni ningún progreso auténtico y general es posible sin la libertad de cada. uno y de todos que la democracia garantiza.

La democracia no es en sí misma remedio, pero sin ella no hay remedio duradero. No es el sistema lo que falla, fallamos los ciudadanos. La libertad democrática responsablemente ejercida es la mejor, si no la única, manera de corregir fallos y prevenirlos. Todo lo demás son falsas soluciones que la memoria histórica y la experiencia personal nos ha enseñado que al final nada remedian, y que engendran océanos de indignidad, de crímenes y de violencia.

fue ministro de los Gobiernos de UCD de 1977, 1980 y 1981.

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