Una explicación
Cuando estos días posteriores al debate se invitaba a destacados socialistas a las tertulias audiovisuales, se les veía impotentes para responder a la crecida de acusaciones. Y tan penoso resultaba que me pregunté cómo justificaría yo a González si estuviese en su lugar. Pero tras pensarlo sólo encontré una posible línea de defensa. Ante todo conviene separar la corrupción partidaria de la gubernamental: aunque los ministros y su presidente tengan relación remota con los delitos cometidos por los servidores del Estado, sólo éstos son personalmente responsables de sus actos, y no quien les nombró (Laporta lo explicó aquí a la perfección). Pero más difícil de explicar es la corrupción más grave: la del partido socialista. Aquí parece claro que González sí tiene responsabilidad: pero por omisión, más que por acción. Quien pudo delinquir es la cúpula oligárquica que, por aquellos años dorados, se aferraba a Ferraz, ejerciendo, clandestinamente su peculiar despotismo ilustrado sobre todo el territorio español. Por tanto, es el anterior aparato del PSOE el responsable directo de toda la degradación política que, como una bola de nieve cancerosa, ha venido anegándonos. Y el pecado de González, por el que nos debe una explicación, es haberlo tolerado, consentido e ignorado, pues, entretenido en La Moncloa, dejó hacer a su antojo a Guerra y los suyos. Por ello, hoy existe un nuevo cargo que imputarle a González, y es el dé no habernos ofrecido esa explicación pública que nos debía en el debate sobre el estado de la nación. Es cierto que, protocolariamente, asumió su responsabilidad. Pero lo hizo sin convicción, con formulismos retóricos y ocultando la naturaleza del mal. Y luego, para disimular y mantener el tipo, se enzarzó con Aznar, salvando al menos la cara para alivio de socialistas. El resto del debate fue un intenso tráfico de componendas que generó una dudosa catarata normativa. Como consolación, el pacto con CiU aún funciona, lo que denota. no sólo realismo, sino habilidad y eficacia política, garantizándose un mínimo de estable gobernabilidad. Pero aquí se plantea el viejo debate entre eficacia política o legitimidad. Nadie duda que la coalición implícita que forman PSOE y CiU ofrece mejor Gobierno que el que los conservadores improvisarían. Pero queda la legitimidad política. ¿Podemos seguir votando, porque administrativa mente sea eficaz, una opción electoral que nos parece cada vez más ilegítima? ¿O deberemos aventurarnos a votar la alternativa conservadora (por incapaz que pueda resultar) buscando estimular su incipiente legitimidad? Estécreciente déficit de legitimidad es lo que Roca le reprochó a González en dos ocasiones durante el debate, instándole a que tratase en público de recuperarla, reconociendo la gravedad de los hechos y asumiendo su responsabilidad. Pero González rehusó aceptar la invitación de Roca, y no se. dignó ofrecernos una explicación sincera ni aun sabiendo que, de hacerlo, probablemente recobraría su Credibilidad (y, por tanto, también la legitimidad). ¿Por qué no quiso justificarse González ni aun para salvar su credibilidad? Una explicación sería que no lo hizo para no perder la cara, y otra, más plausible, sería el orgullo y la altivez: confesar no es digno de quien ostenta la representación de la soberanía popular. Es la carga del poder, que nunca se arrodilla, pues haría dejación de autoridad. Sin embargo, hay algo más, y es que, para González, confesar significaría tener que delatar a sus hombres: algo que un jefe verdadero no hace nunca, aunque esto le convierta en encubridor objetivamente. La mayoría de los españoles pensamos que González no es personalmente responsable de Filesa ni del resto de delitos presuntamente cometidos en la financiación ilegal del partido socialista. Pero sospechamos quiénes son los auténticos responsables personales: esos otros que, sin un Hernández Moltó que se lo demande, callan y no dan la cara, dejando que sea González (y con él la legitimidad del partido socialista) quien, redentor crucificado a su pesar, cargue con todas las culpas.
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