Itinerario del buen censor
Para Françoise D.
Hay hombres que hacen las grandes cosas; hay otros sin los cuales quienes las hacen no podrían hacerlas. La Enciclopedia fue la empresa ilustrada por excelencia, símbolo y resumen del siglo; sus autores, como es sabido, fueron Diderot, D'Alambert, Voltaire, Rousseau y otros muchos colaboradores de menor renombre; pero puede sostenerse sin afán de vana paradoja que esos volúmenes copiosos y rebeldes, el escrito más censurable salido de pluma humana desde el punto de vista del antiguo régimen, no habrían llegado a ser editados sin la colaboración de un censor, mejor dicho: del jefe de la censura en la Francia de aquella época. Este hombre, Malesherbes, fue una de las personalidades más complejas de su época: comenzó como un funcionario aplicado y acabó como protagonista trágico. En estas fechas se cumplen dos siglos de su muerte, coincidiendo casi con nuestro Día del Libro. Precisamente en esta jornada en que los libros salen a la calle, felizmente libres, mientras un escritor angloindio se esconde de sus fanáticos perseguidores y otros son asesinados en Argelia, me parece adecuado ofrecer un puñado de rosas al recuerdo de aquel buen censor.
Era bajito, rechoncho, de nariz gruesa y desaliñado en su indumentaria. Nunca logró aprender a bailar, para desesperación de su maestro de danza en el Louis-le-Grand, el famoso señor Laurent. Tampoco debió brillar en el salón de madame Geoffrin, porque ésta lo definió como "un hombre sencillamente sencillo". Provenía, sin embargo, de una familia ilustre de magistrados, los Lamoignon de Malesherbes. Su padre era canciller en el Parlamento de París, la más alta instancia jurídica de Francia, aunque no un Parlamento en el sentido inglés de asamblea política. Como le dijo lord Chesterfield a Montesquieu, "un Parlamento capaz de levantar barricadas, pero no de establecer barreras" ante el poder real. Nuestro Malesherbes difería de sus mayores por su falta de piedad religiosa: su devoción se centraba en la Roma legal y estoica, pero sobre todo en Séneca, cuyas epístolas morales a Lucilio releía constantemente. De temperamento melancólico y más bien tímido, su verdadera pasión era la botánica y su malicioso afán encontrar fallos en la implacable herboristería del académico Buffon.
Igual que sus mayores, Malesherbes siguió la carrera judicial. Fue su padre, el canciller, quien le designó para el cargo de director de la Librería Real, entre cuyas funciones destacaba la de otorgar la aprobación y permiso regios a las obras que podían publicarse, vetando las otras. La censura, en una palabra, por razón de Estado, de religión o del honor de los particulares. Ocupó el cargo en 1750: al año siguiente, D'Alambert publicó el Discurso preliminar de la Enciclopedia. Durante 13 años, los primeros de la Enciclopedia, los decisivos, la discreta tolerancia de Malesherbes permitió crecer y consolidarse la obra. El magistrado no compartía ni mucho menos todas las ideas de los enciclopedistas: admiraba a Voltaire, con el que mantuvo correspondencia, pero discrepaba de su epicureísmo sensualista; tenía amistad personal por razones familiares con Helvetius, aunque su utilitarismo y su rechazo de toda jerarquía social le resultaban demasiado radicales; sentía desagrado por el sectarismo de D'Alambert, con el que polemizó en alguna ocasión, y a veces le molestaba la obstinación provocativa de Diderot. De quien se sentía más próximo era de Rousseau, por afinidad de temperamentos: la correspondencia entre ambos muestra una intimidad casi amorosa, no simple benevolencia oficial. Admiraba en particular el Emilio, en cuya composición intervino por vía epistolar y que jamás se hubiera logrado publicar sin su apoyo.
En el ejercicio del cargo, Malesherbes demostró lo que llamaríamos mano izquierda. A veces se vio obligado a prohibir oficialmente obras cuya viabilidad favorecía luego de forma privada. Los directores de la Enciclopedia se desesperaban con sus ambigüedades y sus cortapisas: cuando fue sustituido por el teniente de policía Sertine comprendieron la amplitud de lo que le debían. Años más tarde, en su Memoria sobre la libertad de prensa, Malesherbes quiso explicarse: no era en modo alguno un liberal, sino alguien convencido de que los hombres de letras cumplen la función de los antiguos oradores en Grecia y Roma; a veces deben ser vetados, pero sólo en casos extremos, porque "un hombre que hubiese leído únicamente los libros publicados con expreso consentimiento del Gobierno estaría casi un siglo por detrás de sus contemporáneos". En parte la timidez de Malesherbes se debía a consideración por su padre, del que dependía su puesto. Pero curiosamente fue la firme actitud del canciller ante Luis XV (que llevó a la disolución del Parlamento) la que determinó su salida de la Librería Real cuando su padre fue depuesto.
Murieron Voltaire, Rousseau, Diderot. El nuevo monarca, Luis XVI, comenzó su reinado bajo auspicios de tolerancia y reforma. Malesherbes puso su experiencia al servicio de estos frágiles indicios esperanzadores. Consiguió que el Rey reinstaurase el Parlamento, "pues es necesario que sepáis, señor, que esos magistrados obligados al silencio no querían más que elevar sus voces para hacer llegar hasta el Rey las quejas del pueblo". Ocupó dos ministerios, desde los que luchó contra las lettres de cachet, privilegio que permitía a cualquier particular encumbrado hacer encarcelar a quien lo deseara sin juicio público; visitó las cárceles, entre ellas la Bastilla, liberando a numerosos presos que estaban enfermos o permanecían detenidos de manera irregular (escribió una memoria para mejorar las penas, en la línea de Beccaria, donde llega a decir que "lo mejor sería hacer vivir a los reclusos entre la gente honrada, pero eso ahora es imposible"); defendió los derechos de los protestantes y los judíos, pues "es bárbaro condenar a millares de hombres a una especie de muerte civil por haber profesado la religión de sus padres, por no haber sacrificado sus creencias a consideraciones humanas, y como tal cosa es contraria a la humanidad no puede ser ordenada por la religión"; también intentó reformar el sistema educativo, aplicando en parte ideas tomadas del Emilio de Rousseau. Constantemente insistió ante el Rey para que convocase los estados generales y los convirtiera en una gran asamblea política, consejo que sólo fue seguido cuando ya era demasiado tarde. Finalmente se atrevió a dirigir al Monarca una Memoria sobre los asuntos actuales, en la que decía: "Ya no es momento, sire, de intentar engañar a la nación. Hablemos en términos claros. Lo que la nación pide es una nueva Constitución que nunca ha existido en Francia". En esa voz, que podía haber salvado su reino y su vida,
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