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El toreo cálido de Enrique Ponce

Núñez / Manzanares, Rincón, Ponce

Toros de Joaquín Núñez, discretos de presencia, chicos y sospechosos de pitones los tres primeros, que se lidiaron bajo la responsabilidad del ganadero; encastados. se 1º se inutilizó contra un burladero y fue sustituido por el sobrero -del mismo hierro-, inválido y pastueño. 6º, de nobleza excepcional.

José Mar¡ Manzanares: dos pinchazos y estocada caída (vuelta); media trasera (silencio).

César Rincón: pinchazo hondo ladeado, rueda de peones, pinchazo, estocada muy delantera tirando la muleta y dos descabellos (silencio); estocada corta atravesada baja (silencio). Enrique Ponce: pinchazo, media atravesada y dos descabellos (algunos pitos); dos pinchazos, estocada trasera, rueda de peones -aviso con retraso- y dos descabellos (gran ovación y vuelta).

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Plaza de la Maestranza, 22 de abril (mañana). 12ª corrida de feria.

Cerca del lleno.

Enrique Ponce y otros toreros se venían quejando de que el público sevillano estaba frío con ellos. "Este público tiene guasa", dijo recientemente Ponce; "está muy frío conmigo". Ya vería el viernes, sin embargo, que en cuanto hizo un toreo cálido, la Maestranza entró en ebullición. Y, a lo mejor, también se pasó un poco de temperatura.

Los toreros de la tauromaquia contemporánea tienden a confundir el efecto con la causa. Nunca como ahora tuvieron tanto desahogo para culpar de las frialdades y hasta de los fracasos a todo cuanto les rodea. Unas veces es el toro, otras el público, frecuentemente ambos a la vez. El toro apretaba pa los adentros es su frase favorita y, también, "la gente no ha visto el peligro sordo que tenía el toro". Ninguno reconoce nunca, aunque suele ser más cierto: "El toro era una mona, estaba inválido además, lo he molido a derechazos con el pico y el público se ha puesto a aplaudir y a aclamarme como si le hubiera regalado un bocadillo, un puro y la entrada".

Las declaraciones aquellas de Enrique Ponce se ajustaron estrictamente a la realidad en su primera faena: el público se quedó frío; y lo aburrió tanto, que de poco lo deja yerto. Quizá el toro apretara pa los adentros, o sería pa las afueras -no se dice que no-, si bien un torero con mediana técnica y la decisión que cabe suponer en quienes se visten de luces, le habría podido cortar las orejas. Llaman ahora toro problemático, toro tobillero, toro difícil, toro peligroso, al que acaso se ciñe, o tardea, o se queda corto, y son ganas de exagerar la nota, pues toros así eran hermanitas de la caridad al lado de aquellos enfurecidos e ilidiables pregonaos que salían a los ruedos no hace tanto tiempo.

Un torito de los que se ciñen y otro de incierta embestida tuvo César Rincón, y le complicaron la vida. Pretendió resolver el problema recetándoles derechazos, como si no existiera otro pase en la tauromaquia, y le faltó decisión para ejecutarlos. Nadie habría reconocido en este Rincón afligido e inhábil al valeroso y dominador diestro que tantas veces salió en loor de multitud por la puerta grande de Las Ventas.

La corrida tuvo dos toros pastueños -los de Manzanares- y uno de excepcional nobleza, que le correspondió a Enrique Ponce en último lugar. Manzanares, torpón e inseguro en el cuarto, al primero lo toreó con largura y templanza por naturales. No es que fueran naturales-naturales -es decir, cargando la suerte, desde la naturalidad-, pues más bien quedaba el autor fuera-cacho, escondía atrás la pierna contraria y aprovechaba el viaje; pero la finura y la estética se agradecían en estos tiempos tan complacientes con la zafiedad, que elevan zafios a la categoría de genios.

El público coreó con olés y celebró con ovaciones la faena gustosa de Manzanares y ya la tenía reseñada paradigma del arte cuando Enrique Ponce brindó el último toro urbi et orbe. Unos ayudados por bajo le bastaron para calentar la Maestranza; unos derechazos lentos para embriagarla de cálidas brisas; una teoría de ayudados, trincherillas, cambios de mano y pases de pecho para ponerla a hervir. Ni siquiera la tandita de naturales vulgares que intercaló Ponce en la faena, a manera de compromiso, enfrió al público enfervorizado, y el propio torero se recreció en su arte, desmayando la muleta y ciñendo la maravillosa boyantía del toro en un apretado molinete seguido de sensacional trincherilla. Mató mal; y si llega a matar bien, alcanza un triunfo memorable. El éxito, no obstante, ya lo había conseguido con sólo los ayudados aquellos, que pusieron la plaza al rojo vivo. Un poco pasada de temperatura, quizá.

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