Los límites de la población
La especie humana no es como el resto de las especies vivientes. En su capacidad sin precedentes para modificar el medio ambiente, especialmente tras el advenimiento de la civilización tecnológica, y también en la posibilidad de adecuar su conducta a criterios racionales, aun cuando, desgraciadamente, no sea ése siempre el caso.Las poblaciones de cualquier especie sobre el planeta se regulan en base al espacio físico y los recursos naturales disponibles, así como a la concurrencia con el resto de los seres vivos. La enfermedad, la muerte prematura de niños, viejos y mujeres, la escasez de alimentos o de agua, el frío o cualquier otra incidencia natural han venido actuando, también para los humanos, como terribles mecanismos que limitan el crecimiento demográfico. Y volverán a actuar, eso sí catastróficamente, si la población crece más allá de lo compatible con los recursos naturales disponibles, por mucho que éstos se optimicen. Pero antes de esperar a que la naturaleza actúe, como lo está haciendo ya en vastas regiones del Tercer Mundo asoladas por la desertización, el hambre y la enfermedad, y con una población en crecimiento descontrolado, es preciso poner en juego nuestra capacidad para razonar y actuar en consecuencia. Desde luego, aplicando nuestros conocimientos a aliviar esa situación y a hacer rendir al máximo los recursos disponibles, pero también limitando el crecimiento de la población de modo que no desborde sus posibilidades de supervivencia. Y eso puede y debe hacerse mediante la educación y el convencimiento, y no confiando en el libre juego de las fuerzas naturales. Esa sería una opción literalmente inhumana.
La aplicación, prácticamente universal, de medidas de civilización elementales como la higiene, por rudimentaria que sea, la fácil curación de muchas enfermedades infecciosas o su erradicación, el alargamiento de la vida de los viejos, el drástico descenso en la mortalidad infantil o por parto, entre otras, han permitido un aumento sin precedentes de la población. Ahora bien, esas consecuencias del pensamiento racional no se incorporan a una concepción igualmente racional del impacto del crecimiento demográfico, de las sencillas maneras de prevenirlo y de las obliga ciones en que, por ello, incurrimos, sino que se enmarcan, con frecuencia, en concepciones del mundo dominadas por el irracionalismo o el fanatismo..
Cuando un ser humano nace, todos los esfuerzos para garantizar su salud y un cierto grado de bienestar son pocos. Lo cual implica que no hay mayor presión sobre el medio ambiente, ni más inevitable y hasta justificado consumo de recursos naturales, que la superpoblación. Si quieren evitarse catástrofes mayores, la elección no puede estar en condenar al hambre o a la muerte prematura o al sufrimiento a las personas ya nacidas, sino regular los nacimientos. Lo cual, por cierto, como se ha demostrado hasta la saciedad, se consigue eficazmente con una mayor educación e iniciativa, especialmente en las mujeres.
Justamente en estos días se ha iniciado un debate en el seno de la ONU acerca de la explosión demográfica y las posibles medidas para evitarla; una discusión central como pocas para el futuro de la especie humana sobre la Tierra. A mi juicio, los mayores obstáculos en el avance hacia una comprensión más justa, y más humana, de lo que el problema en cuestión significa son los fundamentalismos religiosos de todo tipo, que impiden, e incluso prohíben, su consideración racional, incurriendo con ello en grave responsabilidad, y la miseria material y espiritual existentes en una gran parte del mundo, consecuencia, entre otras cosas, de la actitud egoísta de los más poderosos, lo que impide que las poblaciones afectadas dispongan de los recursos educativos y materiales necesarios para escapar a la ciega necesidad natural.
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