Yo, Tarzán; tú, 'Chita'
En la vieja Alemania, tres kas designaban el círculo de felicidad y futuro de toda mujer de bien: la k de kinder (niños), la k de küche (cocina) y la k de kirche (iglesia). En la hodierna España de nacionalismos parroquianos, empobrecimiento vergonzante, posmodernidad y trampa, tres son las pes que parecen encerrar toda aspiración laboral dotada de porvenir: la p de político, la p de prestamista y la p de puta.¿Se me perdonará este dicterio de discutible exageración que quizás ofrezca una dolorosa aproximación a la realidad? A la postre: ¿qué es todo saber, toda ciencia, sino una iluminadora y fecunda exageración? Ay, lector, ¡que mas quisiera la lucidez que desterrar el acre gesto de la indignación y el desasosiego! ¡Qué más quisiera que, como en los inmortales versos de Espriu, la gente fuera doquiera lliure, desvetllada i feliç! Mas el oficio del pensamiento nos aventa por otros caminos: el ejercicio de la enseñanza superior agrieta el alma, porque esa juventud de las aulas universitarias nos mira a veces con la angustia interrogante que otras culturas y lenguas (la rusa, por ejemplo) han sacramentado ya con el marchamo de un conjuro: ¿qué hacer? Y otras tantas veces la voz se nos congela en los labios porque razonar sobre el proyecto individual de cada vida nos remite al punto a consejos que no pueden ni deben darse jamás. Sin embargo, ¿qué hay más racional en la práctica, a la hora de computar medios y fines, que sopesar la correspondencia socialmente expresada en demanda y oferta, en mercado y valor? Veamos: quienes aspiren a una vida eremítica se encuentran al margen de las metas proclamadas y de los cauces previstos para colmar su deseo; la rareza es aquí paradójica condición de felicidad. Mas el hombre y la mujer municipal y capitable, ése al que acompañamos en la docencia cuando va a entrar con desazón en la maquinaria de capital y trabajo, ése es otra cosa. En gran medida, la palabra comunitariamente aceptada habla en todos ellos: aspiran a la normalidad del vivir. Por tal se entiende un digno pasar económico y una pretensión a la prosperidad, a la riqueza incluso, mediante el ejercicio de un trabajo honrado y seguro con el que puedan colmar las necesidades impuestas por el publicitado cada día. Aspiran, en una palabra, a una normalidad anómala: el gozoso cumplimiento de las esperanzas de consumo que encandilan a todos. Ahí está la publicidad con sus fastos, las ofertas de dinero fácil, de crédito ilimitado, de disfrute de salud y bienestar doméstico, de velocidad viaria y de competencia victoriosa. Mas ¿qué oficio aprender para asegurarse todo eso sin atarse imprevistas cadenas ni arriesgar el porvenir en dirección errada? ¿Existen escuelas o facultades que enseñen el éxito mundano, entendido aquí como la más humilde consecución de aquellos fines? A la vista de las cosas, sólo percibo como consejo práctico de vida y prevención del desempleo el proceder a la sabia explotación de tres pulsiones: la credulidad cívica del prójimo, su afán adquisitivo de bienes tangibles y su curiosidad más primaria y burda. En un cercano pretérito, el clero era el reconocido monopolizador técnico del primer asunto, mientras que los otros dos se difuminaban en una oscura zona en donde el secreto y la hipocresía se aunaban para cubrir el expediente. Mas la sociedad multimediática ha trastocado el viejo equilibrio del embuste. Hoy por hoy, el político, el prestamista y la puta se alzan con el indiscutible blasón de la riqueza, el pleno empleo y el poder. Explicaré lo que entiendo por unos gremios así denominados y cuáles son las credenciales públicas de su aparición.
ANTONIO PÉREZ-RAMOS
Ambos cantantes, con sus respectivos grupos. Teatro Monumental. Aforo: lleno (2.000 personas). Madrid, 17 de abril.
En la práctica de lo político, poco o nada resta de aquel discurso ilustrado que, aun recogiendo herencias más antiguas, apuntaba que no existía administración posible de la sociedad sin un proyecto pedagógico y ejemplarizador en unos y otros valores. Cierto, en las democracias iniciales la barrera del sufragio sólo se iba bajando según conviniese a los dueños del aparato electoral, que a su vez lo eran de la comunidad misma; mas basta recordar el carácter y la intensidad de los grandes debates del pasado siglo (abolición de la esclavitud, jornada laboral, voto femenino, atisbos del Estado asistencial) para percatarse de que la discontinuidad con el presente es absoluta. Parece como si. los ciudadanos -fuera cual fuese su número- hubieran sido entonces acreedores de un tratamiento adulto y serio y aún no se les hubiera degradado al papel de más o menos inofensivos votantes a los que fundamentalmente es preciso agradar y entretener. Obsérvese que las nociones de elector y de votante no son sinónimas. Votar pueden hacerlo todos; elegir es un derecho de muy dudoso ejercicio cuando las opciones que presenta el aparato político son inexistentes en el sentido verdadero de la palabra. La cosifícación del proyecto social, su indiscutibilidad en los regímenes democráticos del "fin de la historia" permiten el trasiego de grupos de individuos a los que se vota, pero no la elección de auténticas alternativas de organización y desarrollo. La profesión del político es ininteligible, por tanto, fuera del aparato de un partido, y éste ha de proyectar a sus peritos en captación a la caza de periódicas simpatías. De ahí que nuestro profesional desconozca el desempleo.
El aprendizaje de la política como representación equivale, hoy por hoy, a la adquisición y dominio de un idiolecto, o sea, una jerga gremial con la que estos trabajadores se reconocen entre ellos y mediante la que expresan el sesgo práctico de su profesión. La discusión sobre los verdaderos intereses de una clase o grupo, sobre el bien comunitario o la organización racional de las funciones gregarias del hombre son cosas desterradas al limbo de las especulaciones más aburridas y estériles. Recordémoslo: Platón, Hobbes, Rousseau, Montesquieu, Marx, Tocqueville, Weber..., todos están muertos y enterrados. Los votos no se ganan con estatuas. Quizá tampoco con razonamientos y palabras rigurosas. Por eso nuestro profesional ha de crear, mejorar o transmitir su imagen; ha de aprender a llegar a la gente, a no quemarse, y, aunque no sepa griego, a declinar muy bien el mágico vocablo crisis al vestir su comparecencia con la dudosa gala de la normalidad. Inteligencia normal, valores y defectos normales. Si profiere banalidades o estupideces, si descubre aquí o allá su ignorancia, si miente y ni siquiera domina el idioma, su votante potencial no tiene derecho a reprocharle nada: ¿no habíamos quedado en que el político es un hombre como los demás y por eso digno de representarnos a todos? Esta es la razón por la que escuelas como la de los chicos Hermida (en paralelo a las chicas Almodóvar) sean hoy las decisivas palestras de la intervención pública. Un paso en falso al hablar ahí puede, como se ha visto, dar al traste con una huelga general (o con lo que cuenta: con la percepción colectiva del hecho) o hacer variar de manera rotunda los índices de opinión sobre cualquier asunto de relevancia nacional (droga, Ejército, legislación ... ). El Par-
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Yo, Tarzán; tú, 'Chita'
Viene de la página anteriorlamento, al fin y al cabo, hastía al actor y al espectador, porque allí sólo se aprieta un botón y ya está decidido qué botón apretar en cada caso. El zoco televisivo, al contrario, es el escenario adecuado para que carismáticas bachilleras como las señoras Villalobos, Almeida o Rubiales puedan esponjarse con donaire y gracejo. Ahí sí que cuentan los bravos y vítores que otros teóricos de lo político, como Ramoncín, el rector Villapalos o el sociólogo De Miguel, saben también administrar para fines sólo por ellos conocidos, pero que no estarán muy alejados de esa embriagadora ubicuidad que el hombre público calibra en sus apariciones. La bulimia mediática ha generado así una forma de legitimación social con la que Max Weber no había contado: la adquirida por vía tertuliesca en las ondas, opinando sobre "temas candentes" y "quedando bien" ante el potencial votante. Con una condición: ¡ay del que documente un saber específico sobre algo! Lo contrario se impone: el registro de este oficio está lleno de profesionales de la política que un día son gobernadores civiles y al siguiente miembros de una comisión ecológica, de varones que transitan del Ministerio de Industria al de Defensa, de éste al de Sanidad, de éste al de... La vida es corta: ¿conocen a la vez las técnicas y costes de la fecundación in vitro, las últimas reflexiones geoestratégicas, los cálculos sobre uso y consumo de energías alternativas? Mal lo tiene un médico que pretenda reciclarse como arquitecto; incluso un ginecólogo candidato a geriatra. ¿Qué mágica poción convierte al profesional de la política -un hombre como los demás- en una orgánica enciclopedia? La réplica del gremio es harto conocida: no se trata de saber, sino de organizar y dirigir. Es posible; pero aun así, ¿qué grado y tipo de competencia personal ha de exigirse y probarse a la hora de ponderar la competencia ajena, esto es, la de los técnicos que supuestamente saben? Esta función es inexcusable en toda gestión pública, so pena de reconocer que en nuestro tipo de sociedad la democracia parlamentaria se reduce a un maltrabado ejercicio de representación y de cooptación, algo así como una misa o procesión para fieles y cofrades. Y es que la fuerza de las cosas vuelve absurda la misma pesquisa sobre las competencias en cuestión. Por ejemplo: ¿por qué es la señora Alborch ministra de Cultura en vez de serlo Marina Castaño, Isabel Gemio o Encarna Sánchez? La única respuesta seria -o sea, la única superviviente de entre las réplicas posibles que la etiqueta de una clase ofrece a lo que, sin serlo, ha de tomar como broma- estriba en señalar la cercanía del sujeto examinado al núcleo decisorio del grupo. Pero en la desideologización proclamada eso no significa sino que Fulano está donde está por ser mi amigo, mientras Zutano no lo es. De aquí ha de sacar preciosas lecciones nuestro aprendiz de político si quiere asegurarse su ganapán futuro.
El ámbito de los prestamistas -banqueros, especuladores, constructores- es el segundo territorio de seguridad laboral que recomendábamos al joven ciudadano dubitativo. Y otra vez la paradoja: algo tan crucial para la vida propia y ajena no se aprende en ninguna escuela o facultad. ¿Cómo se forja un Escámez, un Botín, un Mario Conde, un March, un Ruiz-Mateos, un Cortina? Misterio. La alquimia del dinero está amasada de silencios, susurros, adhesiones a sectas y fratrías, alejamientos, acercamientos, componendas. La alquimia del dinero también está amasada con dinero. Y si en la carrera política era menester explotar la credulidad cívica (por vuestro futuro y por el de vuestros hijos) con el arma del voto, ahora habrá de administrarse con tino la apetencia de bienes tangibles presente en todo nieto de Adán. Con esto, no es su voto, sino su patrimonio, por ínfimo que sea, lo que se precisa domesticar y dirigir. Por este motivo, el sujeto paciente ha de ser cogido desprevenido en su buen sentido de consumidor, ignaro de los engranajes económicos en los que se mete. En épocas de obsesión erotómana por ilustrar orgasmos y posturas, es harto sospechoso que en España no se ponga remedio público a la tan generalizada inocencia en materias de dinero: el quinceañero bien instruido en técnicas amatorias lo ignora todo sobre el interés simple y el compuesto, el impuesto directo y el indirecto, la deuda pública, las acciones y las obligaciones, la cartera de renta variable, la plusvalía, la escala salarial. Es notable: la vida erótica tiene sus pausas, pero el dinero no duerme nunca. Demos unidad a lo disperso: por un lado, el colapso del sistema pedagógico refuerza el éxito de los administradores políticos, porque la ausencia de acumen reflexivo y de contenido humanista sólo agrava en el educando un inarticulado escepticismo, destructor en sus manifestaciones más brutales, o una bienhechora inercia ante el sistema establecido de poder. Por otro lado, la ignorancia económica, con la que el prestamista ya cuenta, no hace sino cubrir con un numinoso velo el ejercicio de una función cuyas credenciales de bondad pública son más que dudosas. Así, la escuela desampara al ciudadano a la hora de apercibirle para una batalla en la que, al contrario de lo que sucede con el lance venéreo, estará inmerso hasta morir. A la vista de la situación, la pregunta se impone: ¿por qué no corre un escalofrío de indignación homicida cuando ante una población cada vez más endeudada, depauperada y exangüe se desvelan los beneficios que a su costa obtiene el estamento bancario? El prestamista-rey está seguro en esa ebúrnea torre que apuntalan cuantas necesidades el político proclama como inalienables derechos del ciudadano, aunque él no sepa garantizarlos ni defenderlos una vez adquiridos. La taimada destrucción del Estado asistencial ilustra cuanto gloso aquí y explica también por qué es harto improbable que el prestamista conozca el desempleo en el previsible futuro. La organización educativa, competencia del político, le ampara, y a ello coadyuva el gremio que paso a considerar como conclusión.
Con la p de puta no me refiero a la prostitución del léxico ordinario, o sea, a la mancebía, oficio callejero o venta del cuerpo mediante anuncios de prensa. Mi noción apunta a profesión infinitamente más deslumbrante y lucrativa, poco arriesgada y abierta a los talentos más humildes. Se trata de la compraventa, en el espacio público, de intimidades y apetitos, de carnalidad mostrenca y de relumbrón fantasioso. De toda evidencia, este oficio puede muy bien compaginarse con los otros dos, en forma directa o a título consorte. Las vidas que el estudiante indeciso puede imitar por asegurarle pautas de prosperidad y de éxito son las de toda la cáfila de trabajadoras de la inferioridad epidérmica, por derecho convertidas en habitantes de esa prensa que hace soñar a tan gran parte de la población. A una población -recuérdese- que vota y acude a los bancos. El oficio a recomendar es vago en su definición porque sus quehaceres se difuminan. Es el oficio de las cortesanas ennoblecidas que, por ejemplo, rinden servicios a la patria conquistando para ésta colecciones de arte irremediablemente perdido; de las modelos exhibicionistas de ex marido paidófilo que sacan adelante heroicamente a sus vástagos y a sí mismas; de vivales exóticas que enjaulan a algún progresista caballero y se ven catapultadas a una publicidad de cerámicas y baldosines; de turbias falsarias que un día se rompen la clavícula y el brazo en la bañera; de hijas mongoloides de un tonadillero que, para estupefacción del sistema solar, cambian un día de piso entre notarios mediáticos y sonrientes. Es el oficio de semiactrices, semicantantes, semidomadoras que comen, transpiran, chillan, se pelean, copulan, se bautizan, se deshacen, tienen gato, no tienen gato, les gustaría tener gato... Ay, el deseo es infinito. El público espera. El público paga. ¡Es la guerra, lector! Es una guerra feroz entre el lujo y el hambre, la apariencia y la verdad, las dentelladas entre el culo y el coño, la obscena repesca de todos los restos de temporada allende toda civilización y toda cultura. Ahí están las memorias y las memorialistas, las máquinas de la mentira y la vileza, el vivir de segunda mano que embrutece alguna vez al día y todos los días a muchedumbres que sólo pueden ir tirando. Este opio de las antiguas "clases subalternas" y de la ágrafa clase media hispana no es en absoluto un producto autónomo. El análisis nos lo muestra muy bien unido con los demás pilares del poder: ¿cómo podría el político y el prestamista contener la presión social -como dicen ellos- sin el entretenimiento y el abotargamiento de un tinglado sin honor, sin pudor y sin gracia? ¡Qué gran función social la de ese inmenso basurero, a defecto de la alienación religiosa o nacionalista! Recuperemos ahora aliento porque de este gremio ya hay muy poco que decir: señalo sólo cómo todas estas madamas perejilas desconocen el desempleo; su vida es la representación constante de un adentro que está afuera.
Acabemos la ronda de las tres pes. Se trataba, en este carnaval de entendidos, de sacar a la arisca luz de la razón las perspectivas de trabajo seguro para las generaciones estudiosas. Mas la exposición no debe quedarse aquí. Los tres gremios evocados siempre se alzan de hombros ante cualquier reconvención pública. "Dame trigo y llámame gorrión" es su proclamada divisa. ¿Por qué? Porque el "pueblo", o sea, el votante, el consumidor, el seudogozante, los legitima y robustece con su voto, con su malacostumbrada codicia y con sus aficiones mediáticas. Sin embargo, ¿es tal conducta connivente de verdad legitimadora? ¿Está en sus cabales una sociedad que abdica de sí y se arroja drogada en brazos de quienes la embaucan, la expolian y la envilecen? Contra está barbarie de muecas y de guiños sólo cabe la magna palabra del pasado. Un tal Rousseau lo, dejó escrito así: "Decir que un hombre se entrega gratuitamente es decir algo absurdo e inconcebible; tal acto es ilegítimo y nulo por la sola razón de que quien lo realiza no está en su sano juicio. Decir lo mismo de un pueblo equivale a suponer un pueblo de locos; mas la locura no constituye derecho" (Del contrato social, libro 1, capítulo IV).
A. Pérez-Ramos es doctor en Filosofía por la Universidad de Cambridge. Enseña Historia de la Ciencia en la Universidad de Murcia.
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