Arqueología del sentimentalismo
Canción de cuna es un melodrama legendario de nuestra escena de comienzos de siglo. Su popularidad fue inmensa. Humedeció pañuelos de varias generaciones, hasta que el polvo de la guerra lo secó, se deslizó por el declive del olvido y entró en la escombrera de la arqueología del sentimentalismo.Fue entonces objeto de burlas y parodias. Se le encasilló como folletín sensiblero y se le encerró en el desván de los recuerdos cursis. Pero si la voz de Gregorio Martínez Sierra suena hoy almibarada, aquí encubre una construcción muy eficaz. Y quien no sienta en algún rincón suyo un ligero escozor en los ojos, que tire la primera piedra. Canción de cuna es parte viva de la memoria olvidada y todavía alimenta raíces de nuestra educación sentimental.
Canción de cuna
Dirección: José Luis Garci. Guión: Valcárcel y Garci, basado en la obra de Martínez Sierra. Fotografía: M. Rojas. Música: M. Balboa. España, 1994. Intérpretes: Fiorella Faltoyano, Amparo Larrañaga, María Massip, Virginia Mataix, María Luisa Ponte, Diana Peñalver, Maribel Verdú, Carmelo Gómez y Alfredo Landa. Cines Coliseum, Tívoli y Alcalá.
Un actor genial y siete actrices magníficas -pues son capaces de darle una réplica a su altura- bien conjuntados y dirigidos por José Luis Garci, se han metido a resucitadores y aguantan con audacia y talento la tarea nada fácil de sostener, sin dejar que caiga sobre ellos la losa del anacronismo, este venerable monumento de amor y castidad. Lo logran y en la primera parte su trabajo contiene filigranas, sobre todo el idilio de miradas entre Landa y Fiorella, priora del convento, envueltos en una atmósfera cuidada hasta el preciosismo.
Lo mejor de esta buena película está ahí y se deriva de su lealtad al drama. Paradójicamente lo endeble de ella se origina en una esquina de esa lealtad. En un escenario, el salto del encuentro de las monjas con la niña recién nacida que adoptan a su despedida de ella, 18 años después, es una transición que se resuelve con recursos coloquiales convenidos por la dramaturgia naturalista. Pero estos recursos en cine son insuficientes y no es fácil en una pantalla convertir una transición escénica de este tipo en una elipsis fílmica convincente.
De ahí que la segunda parte de Canción de cuna, aun siendo formalmente tan elegante y brillante como la primera, se resiente de un vacío intermedio: no hemos visto crecer a la niña junto a sus madres y de ahí proviene el único -pero grave- fallo de la composición de Garci, pues no basta un subrayado de sinfonismo audiovisual para evitar que haya sensación de ruptura en un continuo sagrado e irrompible.
Hay en cine muchos recursos de escritura para visualizar en poco tiempo el interior de estos largos pasos del tiempo teatral. Y aquí hacía falta uno de ellos: ver físicamente a la niña crecer entre sus madres hubiera multiplicado el contagio del alegre dolor colectivo en su emotiva despedida de ellas. De ahí que la intensidad emocional sea mayor al principio que en el desenlace y esto -por exceso de esa aludida lealtad de Garci al texto teatral- daña, aunque sea levemente, a la vértebra -la ley del crescendo, inexorable en un melodrama- de una película primorosamente hecha, pese a no estar enteramente bien resuelta.
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