La ley del encanto
La palabra que describe con más precisión qué crea esta película es paradójicamente imprecisa: encanto, algo casi mágico y que hace referencia a un paso del tiempo amable y cómodo, que nos embarca en un pequeño viaje alrededor de la simpatía y el bienestar. Hay algo hechicero -es decir: encantador- en la contagiosa secuencia de esta , historia optimista, que redime incluso a los malvados de la fábula, como esa pegajosa mamá que interpreta Rosa María Sardá y que gracias a esta inmensa actriz termina haciéndose, de puro odiosa, imprescindible en el contrapunto de personajes.El buen gusto, la transparencia y el comedimiento con que Fernando Colomo trenza en la pantalla este contrapunto -maravillosamente urdido en el guión- permiten desatar en el receptor una sensación de suave euforia. Y esto porque el director, con generosidad que le honra, huye de -la tentación del sello propio, del exceso de estilo, de la -mortal, porque en el cine europeo hace estragos- petulancia de autoría, y deja que en Alegre quienes crean la película sean quienes generan su alegría, es decir: quienes la interpretan.
Alegre ma non troppo
Dirección: Fernando Colomo. Guión: Joaquín Oristrell y F. Colomo.Fotografía: J. Salmones. Música: E. Colomer. España, 1994. Intérpretes: Pere Ponce, Pepélope Cruz, Rosa María Sardá, Oscar Ladoire, Andon1 Gracia, Nathalie Seseña, Jordi Mollá. Cines: Vaguada, Albufera, Ideal, Palacio de la Prensa, Princesa y Pozuelo.
De ahí que ese aludido encanto sea consecuencia no sólo de la gracia y la solvencia de las actuaciones una por una, sino del casi perfecto engarce recíproco de todos los intérpretes, de su casi impecable interrelación como conjunto. Y esto enuncia el verdadero gran mérito del trabajo de Colomo director de actores y -ya que nos mete dentro del quehacer de los instrumentistas de una orquesta sinfónica- responsable de un notabilísimo ejercicio de creación de armonía.
Armonía
Y si acaban de salir subrayados dos casi, es porque en esa lección de armonía se producen algunas -ciertamente pocas y minúsculas, pero evidentes- disonancias. Se trata de imprecisiones de dicción y de falta de contención gestual -pues balbucea o atropella réplicas y a veces se excede en el subrayado gestual, sobreactúa y abusa del artificio de la espontaneidad- en la actriz, por otra parte una de las fuentes mayores del encanto de la película, Penélope Cruz. Un asunto menor -porque para ella tiene fácil remedio: autocontrol y ahondamiento en las leyes de la profesionalidad- que empequeñece un poco a una película mayor, hecha por gentes de cine en pleno dominio de su oficio.Alegre es una de esas películas que hacen falta hoy en el cine español: le hacen respirar. Es obra de un auténtico equipo de profesionales -por ejemplo, solo con olfato profesional logra Pere Ponce dar claridad a un personaje que en el papel es confuso-, de gentes de cine que conocen, y por eso superan, sus límites. El talento de los intérpretes; la conjunción del reparto; la solvencia de la armazón del guión y la agilidad de su escritura; la capacidad de Colomo para dar una fluencia viva, una respiración del tiempo de la película paralela a la respiración de la imaginación del espectador, que disfruta calladamente envuelto por la imagen, hacen de Alegre un tipo de película aquí imprescindible, pues bien comercializada -lo que es otro asunto, más peliagudo- entraría sin esfuerzo en cualquier mercado cinematográfico del mundo.
Divierte, relaja, vence y convence. Por lo tanto puede saltar los obstáculos que impiden al cine español bien hecho romper fronteras, comenzando por las fronteras interiores, que están custodiadas por aduaneros de intereses ajenos e incluso hostiles a que nuestro cine exista, sobreviva. Alegre indica que aquí se hacen comedias mucho mejores que la mayoría que nos impone -copando pantallas por decreto de su dominio de los resortes del mercado- la ley del embudo del férreo autoproteccionismo gremial de Hollywood. Ahora se trata de que se les abra el camino que se merecen.