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Uno se fue sin torear y otro no

Cardenilla / Niño de la Taurina, Rodríguez, Pauloba

Cuatro toros de La Cardenilla (uno rechazado en reconocimiento; 3º, anovillado, inválido e impresentable, devuelto): bien presentados, flojos; lo manejable; 3º bronco; 4º y 5º encastados y nobles. 2º de Murteira Grave, cinqueño bien presentado, manso e incierto. 6º sobrero de Martínez Benavides, cinqueño con trapío, reservón.

Niño de la Taurina: pinchazo y estocada saliendo volteado (aplausos y saludos); estocada caída (oreja protestadísima). Miguel Rodríguez: pinchazo y estocada corta atravesada (aplausos y saludos); pinchazo, otro hondo, rueda de peones y estocada (vuelta). Luis de Pauloba: estocada corta y descabello (silencio); tres pinchazos y descabello; el presidente le perdonó un aviso (silencio).

Plaza de Las Ventas, 3 de abril. Dos tercios de entrada.

Uno se fue sin torear; otro, no, porque toreó. ¿Toreó o lo torearon? De ambas cosas hubo pues salieron dos toros perfectamente toreables, y cuando rindieron la vida uno se había quedado tan virgen de toreo como la madre que lo parió mientras el otro pudo saborear en sus francas embestidas las mieles del toreo puro. De donde se deduce que entre los dos toreros a quienes correspondieron ambos toros, uno hizo el toreo bueno y otro poco que se le pareciera.

El mejor toro de la tarde correspondió a Niño de la Taurina y le recetó un toreo sin fuste ni gusto. Al final de la sesión el presidente le concedió una oreja solicitada por una minoría, y mal favor le hizo pues encrespó a la afición, ya disgustada con el torero por la desaliñada faena que aplicó a su boyantía. El toro, debilidad de remos aparte, era un lujo. El toro se arrancaba pronto y de largo en cuanto le presentaban el engaño, y a pesar de que lo tomaba humilladito con suavísima codicia, el joven diestro parecía incapaz de templar su embestida. Incapaz de templarla y casi de embarcarla, si no era mediante el abusivo alivio del dichoso pico.

El joven diestro, Niño de la Taurina le anuncian los carteles, se mostraba fogoso y arrebatado, es cierto, pero ¿de que valen arrebatos e incendios cuando está en la arena un torito bueno que no quiere pelearse con nadie, un torito bravo cuya nobleza demanda a gritos -cabría decir a mugidos, con licencia- la recreación del arte de torear?

Salió a continuación otro toro de casta brava -era el quinto, que según el tópico no puede ser malo- y ese sí se encontró con un torero -Miguel Rodríguez le llaman-, capaz de consumar la recreación del arte de torear. La comparación resultaba inevitable. En contraste con las crispaciones del anterior diestro, éste que salió a lidiar el quinto toro encastado paró, templó y mandó tal cual dictan los cánones, y ejecutó un exquisito toreo en redondo desde la naturalidad, bajando mucho la mano de mandar e instrumentando las suertes con la armoniosa templanza que emana del sentimiento.

Miguel Rodríguez engarzó además en la faena trincherillas de honda torería coreadas con esos olés rotundos, que son los clarines de la gloria; para los toreros buenos, auténtica música celestial. Como nada hay perfecto en este valle de lágrimas, le faltó al inspirado diestro centrarse en los naturales, mas la faena resultó emotiva en su conjunto y excelsa en varios de sus pasajes.

El resto de la corrida no dio ningún motivo para pasar a la historia. Niño de la Taurina -que manejó bien el capote y lanceó fino por verónicas rematadas con media de rodillas- muleteó voluntarioso al primero, manso y tardo. Miguel Rodríguez, valentón y tesonero, intentó fijar en los derechazos la incierta embestida del tercero.

Luis de Pauloba, torero de estilo, apuró las remotas posibilidades de torear un manso progresivamente pregonao, y porfió con tenaz insistencia al sexto, que derribó dos veces, le pegó al caballo un cornadón en el cuello y acabó reservón, sin arrancada alguna. Estos cuatro toros se fueron sin torear en el sentido que demanda el arte, y nadie dijo nada por eso. A fin de cuentas, en toreo, el arte requiere toro noble de casta brava; eso, o la venida del Espíritu Santo.

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