Privatizar, ¿para qué?
La desamortización de las palabras y de las ideas es una cuestión apremiante para el pensamiento progresista, si es que aspira a seguir siéndolo. El tótem de lo público y el tabú de lo privado, verdaderas líneas de demarcación de la izquierda en el curso profundo de su discurso, implican sendos prejuicios que, como tales, vienen vedando el análisis crítico de muchas cosas. Desamortizar es, por tanto, una tarea que consiste en reocupar con juicios críticos los territorios ideológicos que estaban acotados por prejuicios.Privatizar, ¿para qué? es una pregunta que también debe empezar por ser desamortizada: no es una sentencia (que negativice la privatización), sino una interrogación. Desamortizar las ideas significa poblar de preguntas los espacios que estaban ocupados por las respuestas.
El primer signo de interrogación afecta a la naturaleza misma -pública o privada- de lo que aparentemente está dentro de lo público y de lo privado. Ese cuestionamiento debería llevarnos a considerar que cuando una empresa, servicio o institución atiende, en su práctica real de funcionamiento, antes a los intereses particulares de un grupo corporativizado que a los de la generalidad de los ciudadanos, no procede situarla conceptualmente en el sector público. En ocasiones sucede a la inversa: un sector de la economía nominalmente privado puede estar sometido a un sistema de controles y mecanismos de intervención que haga predominar en él los intereses generales y lo acerque, de hecho, a la caracterización intrínseca de lo público.
Este primer cuestionamiento, que pretende poner de manifiesto la fluidez de la frontera real entre lo público y lo privado, es particularmente pertinente en una sociedad avanzada y compleja, como ya es la nuestra, en la que lo público no puede identificarse con la titularidad jurídica de la empresa, servicio o institución, pues existen otras vías, regulativas o presupuestarias, que implican severos sometimientos de lo privado a lo público y convierten esa supuesta frontera en un gradiente de intervención, con una gama casi infinita de tonalidades.
Una segunda cuestión es la que concierne al concepto de la eficiencia, tradicionalmente esgrimida por los privatizadores y aceptada a regañadientes por los publificadores. En realidad, en una sociedad altamente integrada, la búsqueda de la eficiencia no sólo no es contradictoria con la aspiración a la justicia social, sino que la justicia social constituye el soporte moral de la eficiencia. Cuando un colectivo, corporación o grupo social es poco eficiente en su aportación de bienes o servicios al sistema, está obteniendo un beneficio a costa de los colectivos o grupos más eficientes. Este intercambio desigual del esfuerzo aportativo violenta la justicia distributiva tanto como una inequitativa distribución de los bienes producidos.Esto nos lleva a un tercer asunto, atinente al denominado Estado de bienestar. En general, los servicios sociales que constituyen la estructura clásica de tal Estado funcionan bastante mal, o, en todo caso, podrían funcionar bastante mejor, y aportar a la sociedad, con el mismo coste, mucho más bienestar que el que actualmente proporcionan. Si una gestión privatizada se revelara capaz de proporcionar un mejor servicio público, esta encomienda privada mejoraría el Estado de bienestar, porque el contingente de bienestar proporcionado por el mismo coste -esto es, con el mismo esfuerzo del contribuyente- sería mayor. Resumámoslo en dos axiomas (no todo han de ser preguntas); el primero: no es lo mismo el Estado del bienestar que el bienestar del Estado (el de sus servidores). El segundo: los puntos de vista que deben prevalecer en este asunto son el de los contribuyentes (que pagan el servicio) y el de los consumidores (que lo disfrutan, o no).
Esto abre la puerta a una cuarta cuestión, que es la de las modalidades de privatización. Podría sostenerse que no es la naturaleza de la gestión de un servicio la que cualifica su carácter público o privado, sino la de quien lo paga y quien lo consume. Si un servicio se financia públicamente y es consumido universalmente, estaremos ante un servicio público, por importantes que sean los segmentos de gestión privatizados en su interior. No es, por tanto, asimilable una privatización que mercantilice un servicio público, poniéndolo al alcance sólo de aquellos que puedan pagarlo, a la que consista en introducir ámbitos más o menos extensos de gestión privada en un servicio de prestación generalizada.
La búsqueda de una mayor eficiencia -entendida como producción de más bienes y ser vicios a menor coste- habría de ser la justificación posible, y el permanente hilo conductor, de una política privatizadora. Pero esa mayor eficiencia no puede partir de un dogma, ni de un apriorismo. En una dimensión estratégica, que evalúe los resultados en el medio y el largo plazo, no está verificada con carácter general la superioridad de la gestión privada. Ahora bien, resulta indudable que a la hora de buscar una productividad más apretada -que es la cuestión en la que se dirime el futuro del sector público y del Estado de bienestar- los patronos privados suelen ser más eficaces y diligentes que los públicos, de lo que se colige que la introducción del interés privado en algunas de las áreas actuales del sector público contribuiría al interés general -identificado con el de los contribuyentes y los consumidores- si por esa vía mejora su eficiencia.
Las generalizaciones, en todo caso, son odiosas, por su dependencia de los dogmas (o simples modas) publicistas o privatistas, de los que casi siempre son tributarías. Cuando, por ejemplo, se trata de justificar las privatizaciones en el afán de allegar recursos para paliar el déficit público se desconocen procesos tan elementales como el siguiente: ya que no se privatiza lo que se quiere, sino sólo lo que encuentra comprador privado, y éste suele tener una comprensible afición a los negocios ya rentables, lo probable es que se terminase transfiriendo al sector privado aquello que da beneficios, dejando en el sector público aquello que da pérdidas, con lo que se renunciaría a los efectos compensatorios de los buenos negocios en el balance final, y el déficit se incrementaría.
De lo hasta ahora expuesto se desprende la necesidad de una estrategia en el asunto de la privatización. Una estrategia es, ante todo, un elenco de fines generales y particulares al servicio del que se ponen unos medios, en un horizonte y con una cadencia temporales definidos. Nuestra sociedad, y la importancia del asunto, se merecen ese debate, llevado con el rigor que no se advierte en las meras ocurrencias privatizadoras, fuera de cualquier marco conceptual de análisis, que vienen surgiendo a iniciativa de tal o cual responsable público.
Una estrategia estable y bien programada es, al propio tiempo, la que permitiría que los sectores privados accedieran en un marco de igualdad, y en las condiciones adecuadas para desarrollar una correlativa estrategia empresarial. Justo lo contrario, en suma, del arbitrismo político y el oportunismo empresarial.
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