Abre la muralla
La Pedriza es un museo diez mil veces más antiguo que las obras más añejas del Louvre o del Prado, y, sin embargo, está a punto de perderse. En lugar de lienzos o estatuillas asirias, exhibe canchos labrados por el genio convulsivo de los meteoros. Y su expolio no sobrevendrá a manos de Atilas. No. Se bastarán solitos los domingueros, que antes fueron manchegos y antes drogueros, por aquello de Un droguero en Siete Picos, de Huidobro, y esta letrilla de 1915: "Papá, ¿qué es un alpinista?"./ "Un señor que se sube al monte/ y que se pierde de vista/ para gozar del horizonte"./ "Y, dime, ¿qué es un droguero"./ "Un señor muy comodón/ que en diciembre y enero/ no se aparta del fogón"./El dominguero no sospecha, sin ir más lejos, que un simple filtro de cigarrillo persistirá una década antes de pulverizarse. De las latas de refrescos y las pintadas, mejor no hablamos. Y el manchego ignora, por supuesto, que no hay una Pedriza sino dos: la anterior, que mira al sur con su congestionada testa de roca rosada coronada por el Yelmo, y la posterior, que se yergue cual defensa semicircular de cantos grisáceos para guarecer por el norte este formidable reino de granito. El collado de la Ventana es uno de los contados pasos abiertos en la muralla y un mirador como hay pocos.
La ruta propuesta parte del inevitable aparcamiento de Canto Cochino para, después de cruzar el Manzanares, enfilar hacia el norte por la senda señalizada con rectángulos blancos y amarillos. A un kilómetro y pico se alza el cancho de los Muertos, cuyo solo nombre promete algo más que la visión de una peña monda y lironda. Y así es. Cuenta: la leyenda que unos bandoleros mantenían secuestrada a una señorita de Madrid en un escondrijo pedricero y que, ausentado el cabecilla, uno de ellos decidió cobrarse en especie un anticipo del rescate, pues la jovencita era mona y de familia bien. Sorprendido por un secuaz con las manos en la moza, hubo gran disputa sobre el particular y el violador halló muerte. De vuelta de sus correrías, el mandamás impartió justicia. Ordenó al homicida que despeñara el cadáver de su ex colega desde el cancho de los Muertos y, aprovechando la coyuntura, le propinó a su vez un empujoncito para zanjar la cuestión. Pero aquél anduvo listo: se aferró a la pierna de su jefe y lo arrastró en la caída. Dicen que los tres cuerpos se pudrieron largamente en el abismo.
Acongojados por semejante historia, deberemos esforzarnos en no perder de vista el sendero durante el descenso hasta el collado del Cabrón, ni errar en esta encrucijada el camino que, identificado con círculos de color naranja, prosigue hacia el septentrión. Muy pronto la marcha se torna ascenso en zig-zag y, en unos tres cuartos de hora, se alcanza un rellano y una nueva bifurcación. El puntiagudo risco del Pájaro y el arco de granito del puente de los Pollos -visible desde algunas penas que se arraciman en estas alturas, a unos cien metros hacia el norte- son un aperitivo de lo que nos aguarda luego de tomar la vereda de la derecha y atravesar el denso pinar de los Llanillos.
La mínima trocha que culebrea más adelante junto al arroyo de la Ventana depara, en efecto, una sucesión de felices formas para solaz de los ojos: el Cocodrilo, la Nieve y la Ventana a la izquierda, y las Dos Torres, el Caballito de Ajedrez y la Torre de los Buitres a la derecha. Y lo mejor de todo, el circo entero de la Pedriza anterior visto desde los 1.784 metros del collado de la Ventana.
Si el tiempo no lo impide, lo suyo es aligerar aquí la mochila de viandas, y luego plantearse la bajada: o bien decantarse por la ladera de levante hasta ganar la pista que conduce a Miraflores, o bien adentrarse de nuevo, mapa en mano, en este "pedregal, escombrera de castillos de mano de Dios".
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