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Ganadores y perdedores

En el sureste del país, hace 83 días, un estallido de violencia abrió en forma insospechada unos cauces democratizadores que ahora están en grave peligro de descarrilarse debido a otro episodio violento ocurrido en el extremo noroeste del territorio.A las siete de la tarde del tórrido miércoles 23 de marzo, México avanzaba a trompicones hacia la democracia, con temores, pero también con muchas esperanzas. En la plaza de armas de Ciudad de México, en el Zócalo, a unos metros del Palacio Nacional, que aún es sede nominal del Poder Ejecutivo una organización no gubernamental que obtuvo la representación jurídica del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) consultaba a la sociedad sobre las innumerables y complejas formas legales que se encuentran en curso para asegurar la credibilidad de las elecciones, restablecer el derecho de los campesinos a la tierra y otorgar a los grupos indígenas un estatuto constitucional definido. Los diarios matutinos reprodujeron en su primera plana la renuncia definitiva de Manuel Camacho Solís, comisionado para la paz y la reconciliación en Chiapas, y contendiente perdedor en la carrera por la postulación presidencial oficial, a buscar la candidatura. El país hervía con entusiasmo, a pesar de unas campañas electorales persistentemente insípidas, en una fiebre de participación ciudadana. La incierta política nacional seguía siendo, como durante los últimos tres meses, el tema central de animadas y gozosas pláticas en los cafés, las oficinas y los hogares.

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Una hora más tarde, el estupor canceló de golpe todas las conversaciones. Los ecos del atentado ocurrido en la frontera norte se expandieron con rapidez por todos los rincones de la sociedad e impusieron un silencio que se profundizó y se hizo mortuorio cuando, al filo de las diez de la noche, se supo que Luis Donaldo Colosio Murrieta, el candidato presidencial del Partido Revolucionario Institucional, y delfín del presidente Carlos Salinas de Gortari, había muerto a consecuencia de las heridas de bala recibidas tres horas antes, cuando finalizaba un mitin de campaña en una zona marginal de la ciudad de Tijuana denominada Lomas Taurinas.

México no podrá hacerse fácilmente a la idea de que el magnicidio -un hábito de la barbarie que no se manifestaba desde 1928, cuando fue asesinado el general Alvaro Obregón, candidato presidencial electo- ha golpeado de nuevo, justamente en el momento más delicado y esperanzador de su transición democrática, para plantear a la sociedad la indeseable perspectiva de una espiral de violencia intolerante.

No había pasado media hora del anuncio del atentado cuando, aún agonizante Colosio, mi periódico, La Jornada, recibió la primera amenaza anónima. Dos voces masculinas advirtieron que para hoy estarían muertos Cuauhtémoc Cárdenas y Diego Fernández de Cevallos, los principales adversarios políticos del asesinado, y que las oficinas del diario serían dinamitadas.

Imposible no ver ahora, en retrospectiva, los signos ominosos de las vísperas. El martes por la mañana, los postes de la calle de Balderas, en donde se encuentra La Jornada, aparecieron tapizados con carteles en los que se acusa al obispo de San Cristóbal de las Casas, Samuel Ruiz -mediador en el conflicto chiapaneco-, de "traidor a la patria", "separatista" e instigador de los indígenas sublevados; en los affiches se alude a Manuel Camacho Solís como cómplice del obispo y a La Jornada como su medio de difusión.

El miércoles, José Sánchez Navarro, considerado el ideólogo de la clase empresarial, advirtió, en unas declaraciones inusualmente fuertes, sobre la urgencia de acelerar la transición a la democracia y sobre los riesgos de que un retraso en ella condujera a la violencia política.

No han faltado, en las pocas horas transcurridas desde la muerte de Colosio, las especulaciones sobre una conjura detrás del crimen. Pero en el panorama político mexicano actual no hay a la vista ningún posible beneficiario del asesinato, y sí, en cambio, muchos posibles perjudicados: el presidente Carlos Salinas de Gortari, cuya imagen como líder de un país democrático y en paz sufre un nuevo y severo golpe, y cuyos planes económicos se verán severamente afectados por la incertidumbre; el candidato de sombra, Manuel Camacho, cuya presencia en la opinión pública, y cuya gestión de paz en Chiapas, quedan eclipsadas y minimizadas ante el cadáver de Colosio; Cuauhtémoc Cárdenas, sobre cuyos simpatizantes llueven ya furiosas, infundadas y anónimas acusaciones y amenazas; el secreterio [ministro] de Gobernación, Jorge Carpizo, quien tiene a su cargo la seguridad nacional y la paz pública, y, last but not least, el Ejército Zapatista de Liberación Nacional y su dirigencia, que serán sin duda responsabilizados, desde los sectores más cerriles, del homicidio, y se verán privados de la atención con que la sociedad ha venido siguiendo su gesta. Así las cosas, los únicos gananciosos posibles en este trágico suceso son los estamentos -oficiales o no- que temen el tránsito del país a una democratización efectiva y una cultura de la tolerancia y la pluralidad. Pero ésos no tienen, al menos por ahora, nombre ni apellido visibles.

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