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Una sucesión complicada

Hacía 66 años que en México no se producía un atentado contra una personalidad política de la categoría de un candidato presidencial. Hay que remontarse a 1928, año en que un español, José de León Torado, movido, según dijo, por un extraño mesianismo, acabó con la vida del presidente Álvaro Obregón en plena campaña para su reelección. Otros dos presidentes habían sido asesinados antes: Francisco Madero, en 1913; y Venustiano Carranza, en 1920.El asesinato de Colosio sucede en un momento sumamente inestable en la vida política mexicana, sacudida de arriba a abajo desde el pasado 1 de enero por la revuelta campesina del Estado sureño de Chiapas. En estos momentos, la guerrilla del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) estudia las respuestas del Gobierno mexicano al pliego de condiciones que presentaron el pasado mes de febrero. En estos días también, el Congreso analizaba en sesión extraordinaria la reforma de la legislación electoral para romper, por primera vez en la historia mexicana, con una tradición de oscurantismo y fraude.

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El país vive además sobresaltado por actos de violencia que han tenido sus precedentes en el extraño asesinato del arzobispo de Guadalajara, Juan Jesús Posadas Ocampo, muerto en mayo de 1993 en un cruce de disparos entre supuestos narcotraficantes; el reciente secuestro del banquero Alfredo Harp; y la muerte el lunes de un dirigente campesino en Oaxaca.

Nadie sabe lo que va a suceder ahora. Según los estatutos del PRI, el comité ejecutivo puede autorizar una convención extraordinaria para designar un nuevo candidato o, si el tiempo apremia, nombrarlo la dirección sin contar con los cuadros. Fuentes del partido aseguran que la decisión no se tomará hasta después de Semana Santa.

El pulso de la vida política se ha detenido, y algunas voces piden la imposición del "imperio de la ley". De momento reina la incertidumbre y el temor.

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