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¿Un tercer tipo de fascismo?

¿El ejemplo de Ross Perot en las elecciones presidenciales estadounidenses de 1992 ha inspirado la entrada de Silvio Berlusconi en las legislativas de Italia en 1994? ¿Y han impulsado ambos a Jimmy Goldsmith a participar en las europeas de Francia el próximo mes de junio? En cualquier caso, semejante sucesión de multimillonarios a la conquista del electorado debería llevar a los politólogos a estudiar con detenimiento esta nueva forma de intervención de los capitalistas en la vida política. Sin olvidar las aventuras de los emigrantes que, tras hacer fortuna en América del Norte, intentaron seducir a las ex democracias populares, como Stanislav Tyminski en las presidencia les de Polonia en 1990 y Milan Panic al frente del Gobierno de Serbia en 1991. En estas empresas, una primera diferencia distingue al capitalismo de principios de siglo del de su fin. En los años veinte y treinta, la gran empresa favoreció el establecimiento de dictaduras de un tipo nuevo, que unían una ideología populista y ultranacionalista al culto a un jefe infalible obedecido plenamente por un partido único de estructura monolítica y militarizada. No se encuentra nada de esto en el perotismo, ni tampoco mucho en el berlusconismo, aparte de la autoridad indiscutida del cavaliere sobre su imperio de medios de comunicación, y su organización electoral y su alianza con los neofascistas. Pero estos últimos no desempeñan más que un papel secundario y su jefe no tiene la capacidad de un Mussolini.

La originalidad básica de Perot y de Berlusconi se deriva de la voluntad de estos capitalistas de ser ellos quienes conquisten el poder gubernamental en lugar de ayudar a un líder político a apoderarse de él. En los Estados Unidos de 1992 y en la Italia de 1994 quedan muy lejos aquellos latifundistas de las llanuras del Po e industriales del Norte que recurrían al fascismo, o aquel Krupp que veía en Hitler un "buen caballo" que lo protegería de los estalinistas, y que confesó doce años después a los investigadores estadounidenses de la desnazificación que no había prestado atención a los "dientes picados del animal" porque no impedían que éste cumpliera su tarea.

Por otra parte, las intervenciones empresariales de entreguerras eran colectivas, a través de clubes, asociaciones, agrupamientos de industriales o terratenientes, entre los que figuraban grandes familias de empresarios que sabían la diferencia que había entre dirigir un negocio privado y gestionar los asuntos públicos. Ni Ross Perot ni Silvio Berlusconi pertenecen a ese mundo. Como ambos han conquistado su fortuna a pulso, han pensado que las mismas cualidades permiten gobernar la primera potencia económica del planeta o la tercera de la Unión Europea. Actuando cada uno por su cuenta, atraen de manera natural a los jefes de pequeñas y medianas empresas, que tienen la impresión de estar siguiendo a uno de los suyos que ha triunfado.

Para la ciencia política, la originalidad fundamental del berlusconismo -del que el perotismo es precursor- radica en la ausencia de ideología y de proyecto, y en la machaconería de los medios de comunicación, con un estilo más próximo a la publicidad comercial que a la propaganda política. En Estados Unidos, ni uno ni otro de estos elementos causó mayor sorpresa, porque ya hacía mucho que habían invadido las campanas electorales. En Italia, el pragmatismo de Berlusconi no retrocede ante nada, ya que está aliado á la vez con los ultrafederalistas de la Liga y con los ultranación alistas del MSI, es decir, con los extremos opuestos. Su proyecto, vacío de cualquier idea general, se parece al catálogo de una gran cadena de venta por correspondencia, que enumera objetos sin relación entre ellos.

La evolución de las mentalidades hace que los partidos monolíticos y militarizados de entreguerras sean completamente inútiles en este fin de milenio, dado que las ideologías ya no tienen mucha influencia y las ocupaciones de fábricas o de propiedades han dado paso a crímenes mafiosos que competen a la policía. Pero los medios de comunicación y la televisión han adquirido una importancia considerable en la vida cotidiana de los ciudadanos. Al haberse vuelto indispensables para la venta de los productos y el contacto con los electores, tienden a sustituir de manera natural a los partidos políticos y a volverse más totalitarios que los de entreguerras, por estar más presentes. Ross Perot se ha gastado una fortuna en comprar tiempo de emisión. Berlusconi, más hábil, rentabiliza sus propios periódicos y cadenas y se convierte en su principal estrella. Jamás se ha planteado de manera más brutal el problema de la igualdad en los medios de competencia electoral.

La aventura italiana presenta, no obstante, otro rasgo original, mucho más inquietante. Ni Ross Perot, ni Stanislav Tyminski, ni Milan Panic, ni Jimmy Goldsmith comprometieron a sus empresas como tales en la batalla, y todos jugaron correctamente el juego democrático en las campanas electorales. En cambio, Silvio Berlusconi ha formado Forza Italia escogiendo entre los empleados de sus empresas a muchos de los altos cargos del partido y de sus candidatos. Por otra parte, él se niega a discutir personalmente, de igual a igual, con los líderes políticos de las grandes formaciones que se enfrentan a él. Pretende incluso no aceptar la confrontación más que con hombres que hayan dado muestras de una capacidad empresarial igual a la suya. Sólo tiene previsto en una de sus cadenas un debate televisado con Achille Occhetto, y ha rechazado que lo organicen periodistas independientes, como aceptó Ross Perot en un debate con Bill Clinton.

No se sospecha de las intenciones de Berlusconi. Se observa sólo que con ello se aleja de la democracia. ¿Cómo no temer la megalomanía de un jefe de Gobierno cuando se manifiesta ya al nivel de un jefe de empresa? En el poder, es ella la que conduce a la dictadura y no las buenas intenciones iniciales. Se le llame neo o pro fascista, el antiguo MSI no es peligroso porque es un arqueofascismo, como el de los neonazis alemanes y el de los partidarios franceses de Le Pen: todos ellos están rebasados por la historia. Bastante más grave parece el integrismo religioso que se apoya en el terrorismo armado y da origen a un segundo tipo de fascismo, cuyo rostro sangriento y peligro creciente muestran claramente los islamistas de Argelia y los colonos judíos de Israel.

Hace falta mucho más que imaginación para percibir las posibles prolongaciones de la extraña batalla electoral que se desarrolla hoy en Italia. Gracias a la oposición, sigue estando muy lejos del marco totalitario impuesto por una televisión única y de la distribución de obsequios inflacionistas que trasladaría a nuestro siglo las prácticas de la decadencia del Imperio Romano. Todavía no estamos ante la llegada de un tercer tipo de fascismo de camisas doradas que se adorna con las siglas de un club de fútbol. Pero esa perspectiva ha dejado de pertenecer a la ciencia ficción.

Maurice Duverger es profesor emérito de la Sorbona y diputado por Italia en el Parlamento Europeo.

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