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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

El escándalo

A MEDIDA que progresa la investigación sobre el escándalo de la inmobiliaria Whitewater y la participación legal o ilegal del presidente Clinton y de su esposa, el asunto adquiere tintes algo histéricos y cada vez más complicados. No es sólo que un gran jurado se ocupe, como es su deber, de deslindar responsabilidades, y que eso produzca un interminable desfile de posibles testigos, colaboradores, amigos fieles o traidores. Es que ahora parece inevitable, además, la constitución de un comité del Congreso, cuya misión sería analizar la culpabilidad de la familia Clinton y, naturalmente, decidir si el presidente debe ser juzgado por sus pares y apartado o no de la presidencia.Una evolución cada vez más parecida al proceso que se siguió contra el presidente Nixon. Pero con una diferencia sustancial: en el escándalo de Watergate, la Casa Blanca ocultó dolosamente su participación en unos hechos que ya habían sido calificados como delictivos por un tribunal. En el caso de Whitewater, nadie parece ocultar la participación de nadie en lo que parece ser una especulación inmobiliaria fallida, que podría tener relación o no con la subsiguiente quiebra de un banco. Está por averiguarse si Bill y Hillary Clinton cometieron delito, actuaron simplemente con poco sentido ético o están libres de toda mancha. Si son inocentes, pero actuaron patosamente.

El problema parece estar centrado, por el momento no sólo en ocultaciones de la Casa Blanca, sino, sobre todo, en que el equipo presidencial de asesores y abogados (con cargos oficiales) intervino ilícitamente para averiguar con el Departamento del Tesoro la marcha de la investigación y aprovechar las informaciones que recibían para ocultar hechos que les parecían nocivos y que no lo eran necesariamente. Estos hechos no contribuyen, obviamente, a levantar el aire de sospecha que pesa sobre Washington.

Lo grave de todo ello es que, mientras no quede resuelto todo el asunto de manera concluyente, la presidencia cojeará y no podrá actuar con la eficacia que se espera de lo que es el mandato democrático de mayor poder en el mundo. Un presidente Clinton bastante nervioso y con una artificial sonrisa de despreocupación presidía el viernes la firma del acuerdo entre bosnios, croatas y musulmanes y dejaba sobreentendida la posible transformación de tal pacto en una confederación con Croacia. Un día antes había sido el mayor impulsor de la reanudación de las conversaciones de paz entre la OLP e Israel, rotas tras la matanza de Hebrón. Estaba haciendo lo que debía: ejercer el liderazgo internacional que le corresponde.

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Pero un presidente sobre cuyas espaldas pesa una investigación grave tiende a gastar muchas de sus energías en defenderse. Probablemente, muchas más de las necesarias. Como decía The Independent hace unos días, "un presidente débil implica una América débil, y Occidente necesita una América fuerte". Por esta razón, a todos conviene, no sólo a los Clinton, que la investigación sobre Whitewater se resuelva con rapidez y que no se convierta en ocasión de revancha del bando republicano sobre el demócrata por la dimisión de Nixon.

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